viernes, abril 26, 2024

Locales

Los ritmos de la naturaleza – El verano

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cristian berentz - flores y frutas - 1689--

Por Elio Brailovsky

Queridos amigos: En estos días se reúne en Copenhague la XV Conferencia Internacional sobre el Cambio Climático. La meta es preparar futuros objetivos para reemplazar los del Protocolo de Kioto, que termina en 2012. Por detrás de lo que se ve, hay una lucha de intereses que intentan evitar que se llegue a acuerdos que reduzcan la contaminación.

En los últimos días asistimos a un operativo en el que era fácil reconocer la mano de algún servicio de inteligencia. Un «hacker ruso» no identificado anunció haber espiado los correos electrónicos de algunos científicos británicos que conspiraban para falsificar los resultados de sus investigaciones sobre el cambio climático.

Se produjo un gran escándalo internacional y varias agencias noticiosas usaron la expresión «climagate», por alusión al hotel Watergate, donde Richard Nixon hizo espiar a sus adversarios del Partido Demócrata norteamericano.

Sabemos que en todos los grupos humanos hay gente que actúa de mala fe y sin duda que tienen que existir científicos que adulteren datos para forzar las conclusiones de sus trabajos. Lo sorprendente es que investigadores de primer nivel internacional sean tan incompetentes como para dejar el engaño por escrito, y aún para usar un medio tan vulnerable al espionaje como es el correo electrónico. ¿Por qué los supuestos falsificadores no discutieron personalmente cómo hacer le fraude? ¿Por qué, en un tema tan sensible política y económicamente, dejaron tantas pruebas al alcance del primer espía que se acercara a sus computadoras?

La historia de la ciencia tiene muchos fraudes famosos, pero ninguno de ellos con tantas pruebas cuidadosamente preparadas para quien quisiera encontrarlas.

Se me ocurre una explicación alternativa. Hace unos años, en una elección celebrada en Argentina, otro espía denunció que uno de los candidatos se había enriquecido ilegalmente y tenía grandes cantidades de dinero en cuentas en el exterior. La denuncia era previsiblemente falsa, pero eso se descubrió pocos días después, cuando el candidato hubo perdido las elecciones y la verdad ya era inútil.

Por eso, no hay motivos para que el «climagate» dure mucho tiempo, ya que su función es servir de soporte mediático a quienes intentan evitar que se asuman compromisos serios para reducir la contaminación.

Al respecto, es sugestiva la conducta de algunos medios de prensa, que simulan «mostrar los distintos puntos de vista» y equiparan así a centenares de investigaciones científicas realizadas a lo largo de décadas, con una operación de servicios de inteligencia, atribuida a un misterioso «hacker ruso», como si ambos tuvieran la misma validez.

Aquí, la preocupación no es por el origen del operativo, sino por la cantidad de gente de buena fe que les creyó. Esto refleja que la protección de nuestro soporte natural no es aún una prioridad de nuestra sociedad, tema que debería ser independiente de si creemos que alguien  falsificó un dato o si no lo hizo. ¿Todavía estamos dudando si aceptamos o rechazamos la contaminación?

Por eso nuestra insistencia en reforzar nuestros sentimientos de pertenencia a la única Tierra que tenemos. Y una forma es el continuo recordatorio de los ritmos de la naturaleza.

Sí, el verano era ritos, celebrados en el momento y el sitio indicados. El rito de la limonada y el té frío, el rito del vino, los pies calzados, o descalzos, y al fin, con una silenciosa dignidad, el rito de la hamaca en el porche. En el tercer día de verano, a la tarde, el abuelo salió de la casa y contempló serenamente las dos anillas en el cielorraso del porche. Acercándose a la baranda, donde se alineaban las macetas de geranios, como Ahab cuando estudiaba el día apacible y el cielo apacible, alzó el dedo húmedo estudiando el viento, y se arremangó la chaqueta para ver cómo se sentía uno en mangas de camisa en las últimas horas de la tarde. Respondió al saludo de otros capitanes en otros porches florecidos, que habían salido a observar la dulce y terrestre corriente del clima, olvidados de las mujeres que gorjeaban o protestaban detrás de las oscuras puertas.

—Muy bien, Douglas, pongámosla.

La encontraron en el garaje, polvorienta, y la llevaron como la torrecilla de un elefante, a los silenciosos festivales de las noches de verano, y el abuelo la encadenó a las anillas del cielorraso. Douglas, más liviano, fue el primero en sentarse en la hamaca. Poco después, el abuelo instalaba su peso pontifical junto al niño. Se miraron sonriendo, asintiendo con movimientos de cabeza, mientras se balaceaban silenciosamente hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás.

-Es siempre agradable sentarse a la tarde -dijo el abuelo-, antes que los mosquitos empiecen a picar.

Alrededor de las siete, si uno se asomaba a la ventana del comedor y escuchaba, podía oír un ruido de sillas que se apartaban de las mesas, y a alguien que tocaba un piano de dentadura amarilla. Se encendían fósforos; y los primeros platos burbujeaban en la espuma, y se alineaban en los estantes. En algún sitio, débilmente, tocaba un fonógrafo. Y luego, a medida que avanzaba la noche, casa tras casa, en las calles crepusculares, bajo los robles y los olmos inmensos, en los porches sombríos; aparecía poco a poco la gente, como esas figuras de los barómetros.

El tío Bert, quizá el abuelo, luego el padre, y algunos de los primos. Los hombres saldrían primero a la noche de melaza, echando humo, dejando atrás las voces de las mujeres, que en las tibias cocinas ordenaban otra vez el universo.

Luego las primeras voces de los hombres, y los niños en los gastados escalones o las barandas de madera desde donde en algún momento algo caería, un niño o una maceta de geranios. Al fin, como fantasmas que habían esperado un momento detrás de las puertas de alambre, aparecerían la madre, la abuela, la bisabuela, y los hombres se moverían y ofrecerían sus asientos. Las mujeres traerían abanicos, periódicos doblados, hojas de bambú, pañuelos perfumados, y mientras hablaban moverían el aire sobre las caras. Nadie recordaba al otro día de qué habían hablado. A nadie le importaba mucho. Sólo importaba que los sonidos iban y venían sobre los helechos delicados que bordeaban el porche; sólo importaba que la oscuridad era como un agua negra vertida sobre las casas, y que los cigarrillos brillaban, y las conversaciones seguían y seguían. Sentarse en el porche en las noches de verano era algo tan agradable, tan fácil, tan tranquilizador, que parecía imprescindible.

Ray Bradbury: “El Vino del Estío”, Buenos Aires, Minotauro, 1957.