Me ha pasado, no sé si a ustedes también les ha ocurrido, pero en mí es común detenerme a pensar en alguna de las situaciones que nos toca vivir a diario y encontrarme con la sensación de estar en medio del juego.
Lo decepcionante no es el juego en sí. Está bueno jugar y jugarse con alguien, por algo o por alguien. Lo malo es esa sensación de ser la pelota.
Enviados y pateados de un lado hacia el otro, en el juego de otros, para usufructo de otros, quieren tomarnos de la nariz (suponiendo que las pelotas tuvieran narices) y dirigirnos según las sesudas estrategias de pizarrón.
¡Caramba! El pizarrón también es ajeno.
A pesar del mareo que puede producir el destino de pelota, queda la posibilidad de pincharse y dejarlos sin el elemento primordial del juego.
Como la opción no me interesa, cabe otra posibilidad: Rebotar cuantas veces sea necesario, tomar distancia, y desde mi lejana redondez observar claramente la cara de los jugadores, su posición en la cancha, y lo más importante, dilucidar cuál es el objetivo que persiguen.
Seré pelota o me querrán tomar por una y a veces van a lograrlo, pero no siempre. Aquél que considere a cualquier se humano como un simple elemento de su propio juego, tenga en cuenta que si ese elemento no quiere, el juego se vuelve imposible.