Hace unos días, en la calle, vi esta escena: una mujer avanzaba rápidamente en una dirección; de pronto se detiene, mira su reloj, gira 90º y sigue su camino.
La imagen quedó dando vueltas en algún lugar del inconsciente. ¿Qué hizo que esa mujer cambiara abruptamente de dirección? Seguramente algo que recordó y para lo que en ese momento contaba con tiempo suficiente, dirán ustedes. Seguramente es así, pero se me ocurrió tomarlo como metáfora de nuestras acciones diarias.
Más de una vez tomamos decididamente un camino y de pronto algo sucede, algo que no estaba previsto, algo que cambia nuestra dirección.
Yo siempre trabajé en los medios y a pesar de ser docente, por títulos habilitantes y por vocación, hace relativamente poco tiempo que ejerzo como tal. Lo que podría verse desde fuera como el cambio de dirección de la mujer de la escena.
Es en esta nueva-vieja senda que me encontré con un desafío. Un gran desafío. A una gran parte de los adolescentes les interesa poco el saber.
Yo sólo sé que no sé nada, pero igual sigo queriendo aprender.
Más allá del fin útil y pragmático del saber se encuentra la curiosidad y la relativa libertad que el saber otorga.
Pertenezco a una generación del libro actualizada con la informática, pero la base que recibí de maestros, profesores y familiares que amaban hacer descubrir lo que ellos habían descubierto es el germen fundamental de mi amor por el saber.
Dice Jaime Balmes*: «Sólo la inteligencia se examina a sí propia. La piedra cae sin conocer su caída; el rayo calcina y pulveriza, ignorando su fuerza; la flor nada sabe de su encantadora hermosura; el bruto animal sigue sus instintos, sin preguntarse la razón de ellos; sólo el hombre, esa frágil organización que aparece un momento sobre la tierra para deshacerse luego en polvo, abriga un espíritu que, después de abarcar el mundo, ansía por comprenderse, encerrándose en sí propio, allí dentro, como en un santuario donde él mismo es a un tiempo el oráculo y el consultor. Quién soy, qué hago, qué pienso, por qué pienso, cómo pienso, qué son esos fenómenos que experimento en mí, por qué estoy sujeto a ellos, cuál es su causa, cuál el orden de su producción, cuáles sus relaciones: he aquí lo que se pregunta el espíritu; cuestiones graves, cuestiones espinosas, es verdad; pero nobles, sublimes, perenne testimonio de que hay dentro de nosotros algo superior a esa materia inerte, sólo capaz de recibir movimiento y variedad de formas; de que hay algo que con su actividad íntima, espontánea, radicada en su naturaleza misma, nos ofrece la imagen de la actividad infinita que ha sacado el mundo de la nada con un solo acto de su voluntad».
No se confundan, el misticismo no es una característica predominante en mi naturaleza fuertemente pragmática. Pero aún así, no puedo dejar de reflexionar sobre el pobre, mínimo estímulo que reciben los más jóvenes para abordar el estudio (sistematizado o no) como una posibilidad de aventura, descubrimiento y crecimiento personal.
*J. Balmes, Filosofía Fundamental (1846), I, cap. 1, § 4. Citado por Antonio Orozco en su artículo «Pensamiento clásico y corrientes actuales» (arvo.net)