martes, noviembre 26, 2024

Castelli, Locales, Opinión

Ida y vuelta de José Hernández

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Por Carlos Alberto Falcone

20 DE NOVIEMBRE          DIA DE LA TRADICIÓN

Hace 179 años nacía José Hernández. Su vida fue una lucha intelectual, política y armada contra el Mitrismo, y el centralismo porteño que ahogaba la argentina gaucha del interior.

Aún hoy su nombre y su historia están proscriptas y se habla del “Día de la Tradición” o a lo sumo del “autor del Martín Fierro” ya que no se le perdona, por un lado, su lucha contra el unitarismo y por el otro, el haber sido activo militante Roquista, en cuyo movimiento llegó a ser Senador.

En su homenaje publicamos el texto de Jorge Abelardo Ramos que precede la edición de “El gaucho Martín Fierro”, editada en el año 1991 como parte de una serie de libros que publicara siendo Embajador en la República Mexicana. Pasados 141 años de la primera

 edición de su obra maestra, se hace cada vez más cierto lo que Ramos dice en este prologo: “Sin la vida del autor y la historia de su época, Martín Fierro es indescifrable”.

IDA Y VUELTA DE JOSÉ HERNANDEZ

Fue en la noche del 9 de Mayo de 1913. Toda la “flor de la canela” se había reunido en el elegante Teatro Odeón. En un palco se encontraba nada menos que el conquistador del Desierto, por dos veces Presidente, el General Julio Argentino Roca. Despertó la inevitable murmuración maliciosa la ausencia del Presidente de la República, Roque Sáenz Peña. Viejo adversario de Roca, los bien enterados susurraban que la presencia del “Zorro” había movido a Sáenz Peña a renunciar a la conferencia inaugural. Pero en la noche siguiente, el Presidente ocupó el lugar de honor.

Se anunciaba que Leopoldo Lugones haría varias lecturas –género hoy caído en desuso- desde el 9 al 24 de mayo. El tema resultaba algo extraño para la exclusiva sociedad porteña, que leía (cuando leía) solo en francés. Algunos comentaban que Lugones hablaría sobre unos versos gauchescos, escritos por un político olvidado del siglo anterior y que habían alcanzado, se sabía, regular difusión en los medios rurales. La gente de estirpe, desde ya, confiaba en el espectáculo que brindaría el propio Lugones.

El gran poeta de Córdoba se había hecho famoso en la metrópoli aldeana desde su irreverente juventud anarquista y socialista y su amistad con Rubén Darío. La revolución modernista, de la que fue impetuoso anunciador, sus deslumbrantes poemas hugoneanos, mejor aún, sus loas a “los ganados y las mieses” con que el ex poeta revolucionario, convertido al orden social vigente, había cantado a los agropecuarios en el Centenario de la Revolución de Mayo, lo habían instalado en el centro de la admiración pública. Pero esto no era todo. Su conversión a un nacionalismo conservador  (aunque laico y además masónico) se remataba con su exaltación de la profesión de las armas y su recientísima condición de esgrimista. Había un sesgo pendenciero en su carácter, sin duda, y sus polémicas incesantes, animadas por su admirable prosa, algo barroca, así como su afirmación de la patria, en una época de desaforado cosmopolitismo, lo convertían en un personaje cautivante del que había que esperar siempre algo extraordinario.

Lugones, que se había metido a la alta sociedad porteña en el bolsillo, no defraudó esa velada a la vasta concurrencia de estancieros y altos funcionarios. El tema, al parecer insignificante y hasta indigno del talento del orador, no fue la única novedad de la noche. Pues Lugones proyectó una luz tan vivísima sobre ese gaucho olvidado y harapiento, que transformó, en dos horas y para siempre, la escala de valores en la historia de la literatura argentina y americana.

Martín Fierro era el Hijo de la Pampa, nuestro héroe nacional, dijo Lugones, no un forajido y, para peor, un derrotado. Podría haber agregado, aunque prudentemente no lo hizo, que un borroso eco de semejante héroe sobrevivía aún en los amansados peones a jornal, sometidos a la prisión del alambrado.

Lugones rescató a ese paisano de su prolongado ostracismo. Lo llamó a escena, lo bautizó “paladín” y, para colmo, “caballero”, en esas ocurrencias atrabiliarias bastantes habituales en el autor de “Romances del Rio Seco”. Gran artista y prestidigitador del verbo, Lugones nunca rehusó urdir esa rara simbiosis de feroz nihilismo anarquista con una reincidente idolatría a la aristocracia pastoril.

En este último rasgo, quizá flotaba un recuerdo melancólico del modesto estanciero que fuera Don Santiago Lugones, su padre. La familia había perdido su estancia de Taco – Yaco en la crisis del 90.

Pues bien, ese 9 de mayo, desde la lujosa platea del Odeón, el inapelable tribunal del patriciado, ya trocado en oligarquía, aceptó con placer, y quizás hasta con orgullo, la imperiosa decisión de Lugones, de consagrar al Martín Fierro como el poema nacional. El refinado público, siempre ansioso de emociones, se sintió transportado de éxtasis ante la belleza de la prosa hablada de Lugones.

Y cuando nadie imaginaba el rumbo que tomaría el disertante, seducida la platea por la melodiosa y poderosa voz del poeta, se produjo la segunda y más incisiva sorpresa de la velada. Lugones, de un solo golpe, sumió a José Hernández en la oscuridad más completa.

Así, raramente, inició su valeroso redescubrimiento de Martín Fierro ante la sociedad culta. Fue sin duda un acto de valor, pero su osadía debió pagar el tributo de omitir el significado de la batalla social de la que brotó el poema. Parecía, de todos modos, un atrevimiento asombroso, lanzado directamente al corazón de una sociedad rebosante de placer, que prefería olvidar el pasado. Al gaucho desvalido y de mala fama, lo situó con mirada e intuición certeras en la tradición de la Canción de Rolando o del Poema del Cid.

Y lo caracterizó, sin vacilar, como un poema épico. A renglón seguido, estableció su filiación con las grandes gestas de la humanidad. Aunque Ernesto Quesada había sido el primero, en 1902, en definir al poema gauchesco como una epopeya, Lugones introdujo al Martín Fierro en la gran literatura con una pasión y un brillo tales que nadie más tarde se atrevió a desmentirlo.

El poema épico, afirmó Lugones (inspirado como siempre en las leyendas homéricas) es “el honor supremo de la Nación”.

Pero ese mismo acto de coraje moral, raro en el mundo literario, adolecía de una notable limitación. Porque en esa misma noche inolvidable, Lugones divorcia el poema de su autor. Eleva a la gloria a Martín Fierro y eclipsa a José Hernández.

El padre del poema, el cantor del hijo de la pampa, se volvía un testigo molesto para la mirada póstuma. Si, por el contrario, el crítico hubiera dado vida a Hernández, muerto hacía apenas un cuarto de siglo, si lo hubiera hecho hablar, Lugones no sólo habría puesto en peligro el maravilloso poema que se proponía vindicar, sino también a sí mismo, su arrojado descubridor. No creo que Lugones, que siempre vivió cantando en una jaula de oro, lo ignorase. De la historia argentina, tan cercana para él, nada podía desconocer el gran provinciano. Pero así fueron las cosas.

Tal era el formidable sacrificio que le imponían los dueños del país, sentados frente a él en el Odeón, trajeados de gala de arriba a abajo. Solo así admitirían que aquel pobre gaucho ingresase en los sagrados dominios del arte.

La paradoja de esa templada noche de mayo consistía en que el gran subyugador del escenario, en realidad era esclavo de su público. Apoltronado en el hermoso tapizado de terciopelo rojo, con sus mujeres blanquísimas, abrumadas de joyas y raso, el gran mundo sabía que podía confiar en el fiero bardo de provincia.

Eran los criadores de ganado del Río de la Plata. Se trataba de las praderas más ricas y fértiles del mundo. También eran los amos de los grandes diarios y del poder político. No solo estas tierras habían sido fertilizadas por los milenios con el humus pampeano, sino por gauchos e indios que las empaparon con su sangre, después de haber sido sus dueños durante siglos.

Por lo demás, ese gaucho cuyo espectro evocaba Lugones esa noche, ya había dejado de existir. Y sus mansos descendientes, posteriores al alambrado y a la propiedad latifundista de la tierra, eran precisamente los peones del público del Odeón. Penetrar el secreto de la obra poética gestada en la llanura, requería reintroducirse en la suprimida historia de José Hernández.

¿Podía Lugones exhibir ante esa brillante platea de estancieros mundanos, beneficiarios del exterminio del gaucho, el cuadro histórico de las Provincias Unidas, cuyo héroe central había sido el gauchaje alzado? Era imposible. De los gauchos, hacedores de la Patria, no había quedado nada, ni hacienda ni tierra, salvo un puñado de polvo para su anónimo sepulcro.

De tal suerte, esa noche se incorporaba el poema a la historia de la literatura, pero también comenzaba la más prolongada clandestinidad de José Hernández. Se repetía en su posteridad la proscripción que sufrió en vida por los antecesores políticos del público del Odeón. Desde ya que ese pasado parecía un sueño, un mal sueño, a los caballeros que escucharon sin pestañar, con deleite, el renacimiento del poema en la voz de Lugones, según nos informa “La Nación” del día 10 de mayo de 1913.

Es de rigor advertir al lector que aquella Argentina del Centenario de la Revolución de Mayo, ya nada tenía de revolucionaria. La República Señorial vivía su hora solar. Muy lejos había quedado el gauchaje vencido, el humo de la pólvora y la guerra civil, el alarido del salvaje sobre las poblaciones y el malón pampa, cuando los indios desnudos, empastados con grasa de yegua de la cabeza hasta los pies, huían hacia el desierto llevándose a la grupa del veloz parejero las cristianas más hermosas, para regalarse con ellas en la lejana toldería. El fabuloso progreso agropecuario de las últimas tres décadas había envuelto aquellas jornadas heroicas y atroces en una bruma piadosa. La opulenta Argentina del Centenario ya no necesitaba héroes, salvo en la literatura.

Enlazado por fin a la ilusión precaria del mercado mundial, el país del Plata se disponía a gozar de una Arcadia rural perpetua. El mar de cuernos proveía cuatro vacas por habitante. La renta agraria diferencias hacía palidecer de envidia a los marajáes de la India cuando ambos, el hacendado argentino y el príncipe hindú, se encontraban en el mismo sarao de Londres para rendir homenaje a la Reina Victoria en su fantástico y cosmopolita jubileo imperial. Aunque la Argentina no figuraba formalmente en el coloreado mapa de las posesiones del Imperio, en las cortes europeas se conocía al gran país rioplatense como el “Sexto Dominio”.

La sociedad porteña asimilaba gozosamente las vanidades, las pompas y hasta la culinaria de su admirado modelo europeo. Los clásicos pucheros criollos y las sabrosas humitas y locros comenzaban a desaparecer de las mesas señoriales, junto con las entrañables cocineras pardas y las nodrizas de los antiguos linajes, reemplazadas por complicadísimos cocineros franceses de altos gorros blancos y severas institutrices inglesas o francesas.

Un cronista contemporáneo ha evocado con melancolía aquella despreocupada sociedad patricia:

 “De día se aprovechaba el sol, paseando en coche por Florida, con alguna desbocada ruidosa de vez en cuando. La ciudad tenía además cita obligada en Palermo, donde los jueves y domingos se daba el encanto que ya nunca volverá, de dos millares de carruajes en solemne desfile de principescos troncos y resplandecientes guarniciones, conduciendo mujeres de ensueño, engalanadas desde la menuda punta del pie hasta la pluma del aludo sombrero de moda, con su romántica cintura bien sumida, el busto encorsetado, cuellos erguidos, puntillas, velos, mejillas empolvadas, rica y escondida la cabellera, estiradas sin sequedad en los asientos, mil veces graciosas en su recato. Este año hubo más amazonas que de costumbre. Lo cual fue como agregar nueva pedrería al lujoso collar tendido alrededor de los lagos. Los caballeros concurrían a pie o jinetes a la inglesa, aunque sin ocultar que habían aprendido a montar cabalgando leguas y leguas en las estancias, sobre el apero del país, o en pelo cuando de chicos se escapaban durante la siesta, como Dios manda en la vieja pampa.”

Cabe imaginar que sentimiento de imprecisa nostalgia revestía para la sociedad patricia, apoltronada esa noche en las confortables plateas del Odeón, el extraño héroe homérico arrancado a las sombras por el poeta Lugones.

Pululaban los snobs. En esas horas doradas ya no se sudaba a chorros en los caliginosos veranos porteños: se padecía el coup de chaleur. Ni nadie se resfriaba: se padecía influenza. Tampoco nadie se aburría: solo se podía sufrir de spleen: las grandes señoras concurrían a la Ópera con boas de armiño y plumas de ave del paraíso.

Algunas de sus hijas, como la adolescente Victoria Ocampo, habían resultado inteligentes, aunque por fortuna nunca salían de su medio. Victoria daba sus primeros pasos en Paris en compañía de la Comtesse de Noailles y de Maurice Rostand, que le arrastraba el ala. Sus tíos, los Urquiza, pasaron por Paris, en camino a Londres, para comprar muebles destinados a una casa que construían en Mar del Plata.

En materia de viviendas Ezequiel Paz y su mujer, Zelmira, inauguraban su palacio en Charcas y Maipú, con 300 habitaciones. La mansión (que hoy ocupa el Circulo Militar) despertaría la estupefacción, algo despreciativa, de Georges Clemenceau, de gira por América del Sur. El político francés se divertía ante el despilfarro de los noveau riches, conocidos en Paris como “rasta cueros”.

En esos años, mientras los Martínez de Hoz mantenían los mejores studs de Francia e Inglaterra y sus caballos de raza corrían en Longchamps, en Buenos Aires un jovencito, Jorge Luis Borges, se encerraba en la biblioteca inglesa de su padre, para viajar luego a cursar su bachillerato en Ginebra.

Más tarde compraría a escondidas el Martín Fierro, prohibido en su casa, dirá luego Borges:

           “porque Hernández había militado en el bando de los malos, porque había pertenecido

           al Partido Federal, al de Rosas”

En sus trabajos sobre Martín Fierro, Borges no vacilará en decir que, al fin y al cabo, el tan mentado drama narrado en el poema se reduce a la historia de “un cuchillero de alrededor de mil ochocientos setenta y tantos”.

A nadie asombrará que en ese marco de la historia de las costumbre, los dos grandes talentos que dio a luz el patriciado de la época, Victoria Ocampo y Borges, fueran bilingües. Con la particularidad de que Borges hablaría la lengua inglesa, según opinaba un profesor norteamericano de Austin, con nítido acento británico, en tanto Victoria lo hablaría con acento francés.

En la búsqueda del secreto de Martín Fierro, se verá que no resulta difícil rastrear la apenas velada hostilidad que rodeó a su autor, desde mucho antes que lo alcanzara, bien de soslayo, la gloria del poema.

Aquí el fenómeno estético está subordinado y casi consumido por el fuego de las guerras civiles. ¡Barbarie americana y civilización europea! Con la singularidad de que en este caso la “barbarie americana” no se expresaba con la punta de una daga, según la invectiva sociológica de Sarmiento, sino con un poema genial.

Aún en vida de Hernández, ocurre un episodio digno de relatar respecto de la pobre opinión que la “gente culta” de su tiempo tenía sobre el autor del Martín Fierro.

Se trata de una visita que Paul Groussac  realiza a Víctor Hugo en su casa de Paris. En esa temprana época (julio de 1883), casi treinta años antes de las conferencias de Lugones en el Odeón, Groussac ya se había hecho una reputación en su patria de adopción. Pero nunca, en el fondo de su espíritu aceptó a la Argentina ni a la América Criolla, a las cuales desdeñaba sin rodeos. Expatriado por un golpe de suerte, o de mala suerte, el escritor francés jamás se sintió cómodo en tierras americanas. El mal humor crónico de su obra, su inherente mordacidad, brota de cada frase y lo hizo célebre, fuera de su virtuoso estilo. Todo lo criollo le resultaba intolerable o ridículo.

En el vestíbulo de la residencia de Hugo, su numen personal, el semidiós de las letras de Francia, Groussac se observa a sí mismo, indignado y preocupado por la indiferencia ante la gloria viviente. Advierte que no se encuentra conmovido. Tiene su pulso normal. En “El viaje intelectual” recuerda:

           “Hablando en puridad, me sentía tan sereno como si me hallara en la casa de José Hernández, autor de Martín Fierro. Me avergonzaba de ello, me dirigía in petto injurias atroces; declarábame indigno de todo contacto con la literatura.”

De este modo indirecto, Groussac excluía a José Hernández, limpiamente, de un solo corte, de todo vinculo con el venerado Parnaso. Al siglo siguiente Borges, quizás el discípulo más notable de Groussac, reiteraba el mismo juicio sobre Hernández:

            “El autor era federal (federalote o mazorquero se dijo entonces) vale decir que pertenecía a un partido que todos juzgaban moral e intelectualmente inferior. En el Buenos Aires de entonces, todo el mundo se conocía y la verdad es que José Hernández no impresionó mucho a sus contemporáneos.”

Si el poema era un poema genial, el autor, desde ya, no era un genio, sino todo lo contrario, más bien un ser oscuro y mediocre, un marginal rozado por una fortuna poética insensata, desdeñado por sus contemporáneo y, para colmo, políticamente sospechoso. En esto de la política –del mismo modo que Hernández, aunque en bandos contrarios-, Borges no se apartó nunca de sus convicciones. Fue, contra la opinión general, un verdadero poeta militante, defensor encarnizado de sus ideas históricas, políticas y estéticas, así como de la tradición gentilicia de su familia. Declaró siempre, sin ambages, su antipatía política hacia Hernández, hasta el punto que su delicadísima percepción estética resulta declinada con frecuencia si se trata de defender a sus admirados antecesores del partido unitario porteño. Versificadores o payadores paródicos modestísimos, Hilario Ascasubi o Estanislao del Campo, oficiales de los ejércitos porteños de Mitre, disfrutaran de la mirada siempre benevolente y partidista de Borges.

Lejos de ser anacrónicas dichas preferencias, su agudo sentido de la historia lleva a Borges a unir en cada caso el pasado y el presente, con la despreocupación y la seguridad en sí mismo que le daban no solo un gran talento literario sino ante todo la pertenencia a una clase que gobernó a la Argentina durante dos siglos. Asombra al lector desprevenido la pasión facciosa de Borges, que lo conduce, en un caso especial, el de Antonio Lussich, a incurrir en un error de hecho, sin duda, notable. De este episodio saldrá mal parada su notoria erudición.

Siguiendo los pasos de Eleuterio Tiscornia, en la obsesiva pretensión de disminuir la figura de Hernández, Borges subordina al autor de Martín Fierro a la influencia de un “precursor”, Antonio Lussich, el ya mencionado poeta oriental y soldado gaucho en las filas del caudillo blanco (federal desde la orilla bonaerense) Timoteo Aparicio.

El ejemplo es edificante. De algún modo, hasta se trata de poner en duda la originalidad de Hernández. Para ello, Borges se funda en que Lussich publicó en junio de 1872 su poema “Los tres gauchos orientales”, a su vez, Hernández dio a conocer “El gaucho Martín Fierro” en diciembre del mismo año. De tal cronología y examinando ambos textos, tanto Tiscornia como Borges deducen que algunos versos del Martín Fierro serían meras paráfrasis o inevitables ecos del poema de Lussich.

Borges consagra dos páginas y media de su ensayo sobre Martín Fierro a citar ejemplos de su tesis. En homenaje a la brevedad transcribiré, entre muchos otros, los siguientes versos citados por Borges:

                    De Lussich en junio de 1872

                    Y ha de sobrar monte y sierra

                    que me abrigue en su guarida,

                     que ande la fiera se anida

                     también el hombre se encierra.

                     De Hernández en diciembre de 1872

                     Ansi es que al venir la noche

                     iba a buscar mi guarida

                     pues ande el tigre se anida

                     también el hombre lo pasa,

                     y no quería que en las casas

                     me rodiara la partida.

La familiaridad de ambos poemas, que abunda en otras partes de la confrontación crítica, daría la razón a Borges y Tiscornia, de no ser por un fatal eclipse informativo de ambos comentaristas. La investigadora uruguaya, profesora Eneisa Sansone de Martínez, en un penetrante y ecuánime estudio preliminar a la edición montevideana de “Los tres gauchos orientales”  ha restablecido la verdad histórico literaria del asunto.

En realidad Borges y Tiscornia confrontaron el texto de Martín Fierro con las ediciones posteriores de “Los tres gauchos orientales”, en lugar de hacerlo con la primera edición de la obra de Lussich aparecida en junio de 1872. Este hecho capital prueba que Lussich, bajo el poderoso influjo del Martín Fierro, corrigió después del poema de Hernández su propio poema. Las similitudes anotadas por Borges no se deben a la influencia del “precursor” sobre Hernández, sino, por el contrario, al encantamiento ejercido por Martín Fierro sobre Lussich. Por lo demás, la devota admiración profesada por Lussich hacia Hernández durante toda su vida aparece reflejada en los siguientes versos de su poema posterior a “Los tres gauchos orientales”, titulado “El matrero Luciano Santos”:

                            Solo respeto a un amigo

                            que le soy fiel como un perro,

                             es el gaucho Martín Fierro,

                              y con orgullo les digo:

                              yo cabrestiando lo sigo

                              y siempre lo he de seguir;

                              juntitos hemos de dir

                              siguiendo iguales destinos;

                              que orientales y argentinos

                               siempre aliados han de vivir.

Tanto Lussich como Hernández habían combatido por la misma causa en ambas orillas del gran río: blancos o federales, se opusieron a guerra contra el Paraguay, inspirada por la triple oligarquía del mitrismo, los Braganza y los intereses portuarios de Montevideo. Vivieron la vida gaucha desde la raíz. En la Banda Oriental los versos espontáneos, rústicos y sinceros de Lussich eran tan populares en rancherías, pulperías y fogones como lo fueron los de Hernández en las provincias argentinas. No eran versos de “sonidos” sino de “intención” y el paisano pensativo que los oía evocaba en ambos poemas la dolorosa y heroica vida de sus padres.

Si se trata de desvalorizar a José Hernández, no falta uno en la lista de los más reputados prohombres de la literatura argentina oficial. Autor de la más voluminosa, casi obesa, historia de las letras y la cultura de la Argentina, Ricardo Rojas consagra en la esfera de la bibliografía académica el juicio excluyente, lo que podría ser una prueba auxiliar de la grandeza de Hernández.

Rojas tiene a bien comunicarnos su filosofía de la historia, cuando escribe que al día siguiente de firmarse la Constitución de 1853

                                “comenzaron a preponderarse los intereses de la paz sobre las turbulencias

                                de la guerra; las leyes de la ciudad sobre los instintos de la campaña”

Con este hallazgo tranquilizador, de verdadero ciudadano, Rojas nos prepara el espíritu para lo que sigue:

                                “Era Don José Hernández, en efecto, un hombre chispeante y noblote, que

                                iba llegando a los cuarenta años sin haber hecho cosas heroicas en su vida,

                                cuando la musa gaucha lo despertó a la inspiración de su poema.”

Este crítico no nos informa que aspecto e intenciones llevaba esta musa rural, cuando decidió, de repente, visitar a ese cuarentón apacible, seguramente una noche. Enseguida veremos que fundamentos tienen los reclamos de heroísmo que formula Ricardo Rojas, desde su confortable  biblioteca, al gaucho José Hernández.

Luego de observar:

                                “que la obra es más grande que el autor”

Rojas demuestra categóricamente que la persona de Hernández no era, realmente, importante. Logra su propósito, mediante un argumento inesperado, digno de recordar:

                                 “Hay, pues, motivos para creer que si más tarde no  hubiera escrito el

                                  Martín Fierro, la huella de Hernández se habría borrado para nosotros. Vida

                                  modesta, según veis, aunque teñida en la intimidad –según se dice- por el

                                  chispear continuo de la vena criolla.”

Interesante reflexión que nos hace caer en la cuenta de que si Cervantes no hubiera escrito el Quijote no habría sido célebre; y lo mismo le habría pasado, para su desgracia, a Dante, de no haber tenido la previsora ocurrencia de redactar la Divina Comedia. Lo hizo, por cierto, en ese poco serio dialecto italiano, que solo hablaba el pueblo y despreciaban los eruditos latinistas de su época.

Pero no se trataba solo de Groussac, Rojas o Borges. Otro reputado poeta y escritor, de estirpe verbosa, propenso a las profecías difusas, y siempre dispuesto a escuchar a las sibilas, vendría a consolidar en dos grandes volúmenes, de aspecto intimidatorio, la tradición antihernandiana.

Ezequiel Martínez Estrada, menos cautivado que Borges por el encanto poético del Martín Fierro, descalificará nuevamente al autor y hasta hará objeto de malos tratos al poema gaucho. Escojo al azar varios juicios donde Martínez Estrada arremete sin miramientos sobre José Hernández:

                                       “El autor de Martín Fierro es un hombre que no tuvo ningún interés por

                                       los problemas de la cultura. Se desconoce que poseyera en su biblioteca

                                       un importante libro siquiera; y de haber existido realmente tal biblioteca

                                       (solo Avellaneda alude a que existió) es de suponer que estuviera

                                       constituida por obras populares de poetas españoles en boga y de esa

                                       clase de publicaciones oficiales de que se nutren nuestros políticos”

El mal que puede infligir una biblioteca nutrida (mal nutrida) a un lector que no repiense lo leído y que, ante todo, no logre desembarazarse de lo leído, puede verificarse hojeando cualquier libro de Martínez Estrada. El afligente criterio de que la cultura consiste exclusivamente en la lectura de numerosos libros (“cuantimas mejor”) despierta cierta perplejidad ante el posible carácter prematuro de la osada intervención de Gutenberg.

Martínez Estrada declara al Martín  Fierro:

                                       “sin patriotismo, sin grandeza, sin tendencia a la exaltación…”

Y atribuye a Hernández estar poseído por un miedo que:

                                       “sofocó en Hernández una bella disposición natural a marcar con fuego a

                                       los impostores y a los explotadores de la ignorancia y de la miseria.”

Ve en el Martín Fierro un “poema evasivo” y, ciertamente, debemos confesar que Martínez Estrada es el único que puede verlo de ese modo.

                                        “En política, Hernández no iba más allá de su experiencia y de su

                                        honradez sin que jamás alcance a trascender los límites de lo puramente

                                        personal….Era hombre de limitadas aspiraciones sociales, un burgués

                                        descontento y disconforme que más tarde se ufana en la contemplación

                                        de un resurgir de la riqueza bajo el lema, similar al de Rosas, de

                                        “progreso y paz”.

escribe Martínez Estrada. Al aprobar sensatamente una opinión del General Mitre, en que censura la “filosofía social” y la “amargura” del poema de Hernández, Martínez Estrada coincide con el caudillo de la burguesía comercial porteña en los siguientes términos:

                                       “son palabras de nuestro más grande historiador, tan en el modo de ser

                                       y  pensar general”

Semejante elogio a Mitre, cuya influencia política de algún modo se ha prolongado hasta nuestros días, trocada en símbolo cultural del sistema de poder oligárquico, demuestra que la más alada metafísica y el más sensitivo olfato político en ocasiones marchan juntos. No pocos intelectuales argentinos han trasformado esta práctica sigilosa de adoración al poder virtual en un verdadero arte, arte menor si se quiere, pero arte al fin. Soslayar de algún modo el drama colectivo de Martín Fierro, expresado por Hernández en una obra que atravesará las edades, ha sido una especialidad de no pocos reputados escritores.

Así, Ernesto Sábato explica que no se considera:

                                         “una autoridad en martinfierrismo”

Agrega que no conoce el tema como es debido. Resulta algo extraña esa exagerada modestia en un escritor profesional y laureado, por añadidura. Sábato alega ignorancia respecto de la obra capital de las letras argentinas y una de las más notables del arte universal. A renglón seguido, califica el poema de:

                                          “extrañísimo poema novelesco”

Ambigua expresión desvalorizante, que precede a una ridiculización de los temas nacionales. Estos son reducidos burlescamente por Sábato a la pura indumentaria, al chiripá o a los bailecitos norteños.

Al fin, dicho destacadísimo literato de Buenos Aires, abandona toda vacilación. Y expone su pensamiento, que está lejos de ser ambiguo. Condena todas las formas de “nacionalismo literario”, al que considera grotesco y decorativo. Su indignación, afirma:

                                        “tiene motivos sanitarios, porque de vez en cuando aquí conviene

                                        abrir zanjas que hagan circular las aguas podridas por el patrioterismo,

                                        cosa que pueda respirar de nuevo el verdadero aire de la Patria.

                                        De esta clase de obras sanitarias el gran poema de Hernández sale

                                        siempre más resplandeciente. Y solo así puede verse que el Martín

                                        Fierro no es fundamental por tratar de gauchos, ya que también los

                                        novelones de Gutiérrez los tratan hasta el hartazgo, sin que por eso

                                        dejen de ser novelones; si tiene trascendencia inmortal es porque

                                        Hernández no se quedó en el mero pintoresquismo, y hasta en el

                                        patético drama social que describe, sino porque da ese paso más allá

                                        sobre un abismo, que únicamente los grandes son capaces de dar, hacia

                                        la región de los dilemas últimos de la condición humana”

Sábato agrega:

                                        “Y así, en las angustias y contradicciones de sus personajes, en sus

                                        sentimientos frente al infortunio y la muerte, en sus soledades y

                                        esperanzas, encarnó atributos universales de la criatura humana, esos

                                        atributos que tanto corresponden a un desdichado criollo de nuestra

                                        frontera en el siglo pasado como a un estudiante rencoroso que en la

                                        Rusia de los Zares asesina a una usurera.”

Por más puras que sean las “obras sanitarias”, aplicadas al poema de Hernández, no parecen caer del todo bien como metáfora de un escritor consagrado, aunque insinúan de algún modo el desagrado que le inspira a este escritor el tema gaucho. La esencia resultaría ser: lo importante en Martín Fierro no son los gauchos, sino las pasiones eternas del hombre universal. Ahora bien, lo más importante del poema titulado “El gaucho Martín Fierro” es el gaucho Martín Fierro. Lo que resulta intolerable a Sábato, quizás a causa de su adoptado y postizo barniz cosmopolita, es la atmosfera criolla, la pampa, los duelos a cuchillo, los ponchos mugrientos, los indios oliendo a orín de zorrino, los ñandúes. Pero a su venerado Dostoievski no le objeta la nieve de Moscú, ni el samovar hirviendo, ni los piojos saltarines del mujik, ni los trineos, ni los condes hinchados de vodka, interesantes objetos todos sin los cuales no habría literatura rusa concebible. “Describe tu aldea y describirás el mundo”, célebre aunque no aplicada sentencia de Tolstoi, ya que entre rusos andamos.

En definitiva, desde antes y después del trueno épico que hizo resonar Lugones en el Odeón, desde Mitre, Martín García Merou, Calixto Oyuela, Miguel Cané, Paul Groussac, Ricardo Rojas, Eleuterio Tiscornia, Emilio Coni, Jorge Luis Borges, Ezequiel Martínez Estrada o Ernesto Sábato, sea por los gauchos y su mala fama, sea por Hernández (del que nadie quería saber nada y había mucho por saber), el espinoso asunto resultaba incompatible con la República de las letras.

Todos estos remilgos encubrían la lucha social entre clases secularmente hostiles y no un encuentro de juegos florales, con pistolas descargadas. En México se llamó “malinchismo” y en la Argentina “cipayismo”, a las tendencias estéticas, políticas, económicas o militares que privilegiaban lo ajeno a lo propio.

Solo el coraje moral e intelectual de Lugones aventó las resistencias, a cambio de que Martín Fierro, elevado a la categoría de poema épico y hombreado con el Canto del Mío Cid, eclipsara para siempre a su formidable creador. Para ser inmortal, el hijo de la pampa tendría un padre desconocido.

La expedición de Fierro al Olimpo, por la voz irresistible de Leopoldo Lugones, fue impecable. El gran orador remató sus conferencias con la enunciación decisiva: el poema de Hernández habría sido una obra genial, aunque una creación inconsciente. Su autor, José Hernández jamás sospechó su propio genio. En un instante excelso, aquel modesto periodista y libelista de las guerras civiles, soldado errabundo de batallas y conspiraciones, de incesante vida clandestina, había escrito un poema bañado por la Gracia. El patito feo había dado nacimiento a un cisne de cuello purísimo. Enseguida, la Gracia lo había abandonado para siempre.

Dicha tesis curiosa sobrevivirá a Lugones, trocada en doctrina inmutable por todos los escoliastas sucesivos. Desde luego que es falsa, según lo demostrará Carlos Alberto Leumann. En sus magníficos estudios sobre “El poeta creador”, Leumann reproduce los manuscritos de Hernández, empeñosamente escritos y reescritos, una y otra vez, donde las correcciones minuciosas exhiben el esfuerzo obsesivo del artista por dominar y purificar su materia poética espontanea, esa “agua de manantial” a la que jactanciosamente Fierro alude para mostrar su caudalosa inspiración.

Con una candidez inusual en un académico Ricardo Rojas señala la supuesta “facilidad” de Hernández como prueba de que en realidad no era un artista:

                                   Cantando me he de morir

                                   Cantando me han de enterrar.

                                   …………………………………………………..

                                   Con la guitarra en la mano

                                   Ni las moscas se me arriman.

                                   …………………………………………………..

                                   Haremos gemir las cuerdas

                                   Hasta que las velas no ardan.

                                   …………………………………………………….

                                   Las coplas me van brotando

                                   Como agua de manantial.

                                   …………………………………………………….

                                   Porque quiero alzar la prima

                                   Como pa tocar al aire.

                                   …………………………………………………….

                                   Y el que en tal gueya se planta,

                                   Debe cantar cuando canta

                                   Con toda la voz que tiene.

                                   ……………………………………………………..

                                   Porque recibí en mí mismo

                                   Con el agua del bautismo

                                   La facultá para el canto.

                                   ………………………………………………………

La reproducción fotográfica de los originales caligrafiados por Hernández, que sus hijas proporcionaron a Leumann en la década del 30 y que constituyen parte principal de su notable obra “El poeta creador”, ponen fin a una parte del debate. Lo menos que podría decirse de esta polémica, que ha durado un siglo, es que ninguno de sus participantes tenía fama de inocente.

De donde se sigue que la amputación de Hernández respecto de su poema, sume en una profunda sombra su significado esencial: sin la vida del autor y la historia de su época, Martín Fierro es indescifrable.

Aunque extensa, la cita en que Lugones expulsa a Hernández del poema, merece ser reproducida para una mejor inteligencia del presente exordio. Escribe Lugones en “El Payador”:

                     “Fue una obra benéfica lo que el poeta de Martín Fierro propusose realizar. Paladín

                     él también, quiso que su poema empezara la redención de la raza perseguida. Y

                     este móvil, que es el inspirador de toda grandeza humana, abriole, a pesar suyo, la

                     vía de perfección. A pesar suyo, porque en ninguna obra es más perceptible el

                     fenómeno de la creación inconsciente.

                     Él ignoró siempre su importancia, y no tuvo genio sino en aquella ocasión. Sus

                     escritos anteriores y sucesivos son páginas sensatas e incoloras de fábulas baladíes,

                     o  artículos de economía rural. El poema compone toda su vida, y fuera de él, no

                     queda sino el hombre enteramente común, con las ideas medianas de su época:

                     aquel criollo de cabeza serena y fuerte, de barba abierta sobre el tórax formidable

                     de andar basculo y de estar despacio con el peso de su vasto corpachón….”

Acto seguido, Lugones toma nota de las críticas indigentes de la época y de la aparente mansedumbre con que son acogidas por Hernández. Para el orador del Odeón, protector y descubridor del poema ante la sociedad oficial, esta modestia de Hernández frente a la incomprensión de sus primeros comentadores, es una prueba irrefutable de que Hernández carecía de autoconciencia con respecto de su propio genio. No le escatima menosprecio:

                      “Y el pobre hombre, amilanado sin duda con su propio genio, que este no es carga de flores, sino tronco potísimo al hombro de Hércules laborioso, dejabase prologar así, todavía agradecido, y que le colgaran sus editores indoctos tamaño fárrago; y hasta explicaba contricto su buena intención, su inferioridad para él indiscutible ante tamaños literatos, en una carta infeliz, dedicada casi por entero al estimulo de la ganadería.”

Sin embargo, Lugones es asaltado por la duda. Reconoce que, por un momento:

                       “la conciencia profunda de su genio se le impone”

Al rechazar Hernández, por medio de una nota de su editor, los consejos de rectificación generosamente ofrecidos por literatos y críticos de su tiempo:

                       “El señor Hernández persiste en no hacer alteraciones a su trabajo”

La muy poca estimación de Lugones por la personalidad de Hernández se reitera así:

                        “Hay que ver sus respuestas a los críticos de lance que comentaron el poema.

                        Ignora tanto como ellos la trascendencia de su obra. Pídeles disculpas, el infeliz,

                        para su deficiente literatura. Y fuera cosa de sublevarse con toda el alma ante

                        aquella miseria, si la misma ignorancia del autor no justificara la extrema inopia

                        de sus protectores”

Sabemos que la amplia versación histórica de Lugones, y aun sus moderadísimas miradas hacia una revaluación crítica de Rosas, le vedaban desconocer la vida y las luchas de  Hernández. Algo lo paralizaba. Es que ahí, frente a él, se encontraba su público, mirándolo atentamente.

Con legítima inquietud, el lector a esta altura del discurso, comienza a preguntarse: pero, en definitiva, ¿quién es José Hernández? La platea del Odeón, en cambio, no tenía ningún interés en formularse semejante pregunta. Por el contrario, cuando advirtió hacia donde se dirigía la tesis de Lugones, respiró con alivio; y cuando el fatigado orador requirió unos momentos de descanso, los caballeros salieron con sus rutilantes mujeres a fumar un puro en el foyer. Todo estaba en orden.

En uno de sus más bellos poemas de su juvenil período criollo, escribirá Borges sobre el Río de la Plata:

                       ¿Y fue por ese río de sueñera y de barro

                       que las proas vinieron a fundarme la patria?

                       Irían a los tumbos los barquitos pintados

                       entre los camalotes de la corriente zaina.

                       Pensando bien la cosa, supondremos que el río

                       era azulejo entonces como oriundo del cielo

                       con su estrellita roja para marcar el sitio

                       en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Al llegar los españoles al río más ancho del mundo, lo bautizaron como Río de la Plata: pero no había plata, ni oro ni piedras preciosas, ni se presentaron ante sus ojos hambrientos las espléndidas civilizaciones de Tenochtitlán o del Cuzco. Solo se extendía ante los soldados estupefactos una ilimitada travesía (o “el desierto”, como se lo llamaría durante cuatro siglos). Vagaban por él, inasibles, grupos de indígenas de vida primitiva, nómades y huidizos, difíciles de esclavizar o “encomendar”.

Ese impracticable y horrible puerto de Buenos Aires, sepultó la utopía de la Ciudad de los Césares, reluciente de plata, especie de leyenda del Dorado, que había mitigado los sufrimientos de los hidalgos harapientos, en una última e insensata esperanza. En Santa María del Buen Aire dejaron sus huesos por inanición, los primeros españoles y se devoraron los unos a los otros, en demenciales actos de antropofagia, después de comerse las botas, los caballos y hasta los distraídos roedores.

Sin embargo, esa tierra maldita, que vio alejarse a Pedro de Mendoza, derrotado y roído por la sífilis, con la primera fundación de Buenos Aires reducida a la ruina, navegando de regreso hacia el océano y la muerte, escondía en su suelo, tesoros mucho más suculentos y perdurables que el Cerro de Potosí.

La naturaleza había consumido milenios en acumular humus. El prodigioso mantillo contenía bioelementos que dotaron a ese desierto, único en el mundo, de una composición química capaz de alimentar praderas fértiles y de sostener millones de cabezas de ganado. Un armónico régimen de lluvias (unos 1.100 milímetros anuales, pausadamente regados a lo largo del año)  completaban la maravilla de un suelo de virginidad renacida.

Pues esa tierra, que los españoles contemplaban con desesperación, ya había visto desfilar en un remoto pasado los grandes megaterios en el mioceno y también había contemplado su extinción. Miles de años después palpitaba de fecundidad, bendecida por un cielo apacible.

Pero no había animales de gran porte. Cuando el conquistador observó la inmensa pradera por primera vez, vagaban por ella ñandúes, venados, armadillos, y vizcachas, estupendos flamencos rosados junto a las lagunas, chajás y teros, algún puma o tigres feroces, más arriba.

Ni siquiera existían en la pampa animales para carga, como la llama, o para consumo de carne (y vellón destinado al tejido) como la alpaca, cuya crianza estaba muy extendida desde los tiempos precolombinos en las regiones al norte del Mar Dulce.

Pero de pronto, comenzó a tejer su trama el azar. Cuando el destartalado caserío llamado Buenos Aires, con sus ranchos semi incendiados, es abandonado en 1541 y los sobrevivientes soldados de Pedro de Mendoza, macilentos, consumidos como espectros, se marchan hacia la idílica Asunción, dejan entre las ruinas 5 yeguas y 7 caballos.

La tropilla se internó en la pampa y se reprodujo por decenas de miles, gracias a las transparentes aguadas y a los tiernos pastos. Al parecer los españoles abandonaron también algunos cerdos. Entre la realidad y la leyenda, se dibujan los hermanos Goes, portugueses, que llegaron en 1555 a la Asunción y extraviaron, se dice, 7 vacas y un toro. Éstos habrían sido, junto con las haciendas traídas a Asunción y al Litoral por Juan de Garay, el origen de la ganadería argentina.

En la segunda fundación de Buenos Aires (1580), el conquistador trae consigo 500 vacunos, ovinos y caballadas, gran parte de los cuales, como las haciendas anteriores, se diseminan por la llanura pampeana. Tales ganados serán considerados res nullius, o haciendas cimarronas. Con esa fabulosa riqueza semoviente que se desplaza sin barreras, en una tierra libre, nace una Edad de Oro o del Cuero, como algunos autores han preferido llamarla.

La abundancia de alimentos sin dueño da origen a un nuevo tipo social, llamado primero “gauderio” y luego “gaucho”. Este personaje, de ambiguo origen, es muy probablemente un mestizo, quizás oriundo del Paraguay, sin desdeñar que integren el nuevo y abigarrado grupo socio cultural, asimismo, los “mancebos de la tierra”, nacidos en América de padres españoles y americanizados por la seducción de la pampa.

Respecto al número de tales mancebos, cabe señalar que las mujeres de España serán siempre una absoluta minoría. Los soldados de fortuna preferían los grandes harenes selváticos, de dulces y bien dispuestas guaraníes, cuyo erotismo en estado de naturaleza confunde y enceguece a los guerreros hispanos, temerosos de Dios.

El gauderio o gaucho resulta, ante todo, un marginal de los pequeños núcleos urbanos. A principios del siglo XVII ya había terminado para siempre el martirio de una tierra sin alimentos. La pampa reproduce, en número incalculable, las haciendas “orejanas”. El Rey, por fin, puede retribuir con mercedes reales a los colonizadores en el Río de la Plata. Se inicia un período de “vaquerías”. Esto equivale a decir que los ganados cimarrones que vagan por la pampa, se convierten, por merced real, en el objeto de correrías de caza. Interesaba, ante todo, el usufructo del cuero, el cebo y la grasa. La carne carecía, aún, de atracción lucrativa.

Pero se requería especial destreza y valor para entrar a guapear en una vaquería. No era un juego de niños. Se destacaron allí los “gauderios” o gauchos, educados en la escuela de la pampa, rapidísimos con el caballo y el cuchillo, indolentes y orgullosos. Su carácter arisco y también generoso, se había formado en condiciones de una economía natural poco usual: no estaban obligados a someterse a ningún trabajo remunerativo, ni a obedecer a patrón alguno.

Con algún trago en el cofre divino, no faltaban las pendencias entre ellos. No era infrecuente que debieran alguna muerte. Era regular que la justicia española alegara que estos “vagamundos” requerían ajuste de cuentas. La vaquería aparecía como una gran aventura, con mucha más razón que los trabajos rurales posteriores. Tres siglos más tarde, Martín Fierro diría que la “yerra”, más que trabajo, era una “junción”.

La palabra “gaucho” seguirá una singular curva ondulante. A medida que decae el interés en el exterminio de las haciendas cimarronas, por su propia irracionalidad económica, hacen notar su presencia social y su influencia política los nuevos grandes propietarios.

El gaucho libre, que se resiste a trabajar por un jornal, se convierte en un puro “saqueador” de vacas ajenas (o semi – ajenas).

De tal suerte ingresa a la literatura de los sumarios judiciales o policiales, mucho tiempo antes de hacerlo en la gran literatura. Atiborran dichos expedientes las denuncias de vecinos respetables (de “solar conocido”) propietarios de dudosos títulos aunque bien allegados a las autoridades urbanas o rurales. Contribuyen a la fama de matrero del gaucho los miembros de los Cabildos, así como esos cronistas de pluma fácil que nunca han faltado para apuntalar a los amigos del orden.

Se amontonan en la lengua hispanoamericana innumerables sinónimos nacidos del dicterio público. El vocablo resultará equivalente a “mozo perdido”, “vagamundo”, “cuatrero”, gente “sin domicilio”, “trabuco”, “cuchillero”, “pasiandero”, “amancebado”, malévolo”, “changador”,

“arrimador”, “vago”.

En realidad la generosidad de la naturaleza había formado una clase de hombres libres. En la célebre Edad del Cuero se permitían desjarretar una vaca, sacarle el cuero, comer parte de la carne, abandonar el resto a la voracidad de los innumerables perros cimarrones, utilizar el cráneo como asiento y construir su rancho, también con cueros cosidos entre sí, en las condiciones de un clima templado.

                              “Hombres próximos a la naturaleza, hombres sencillos, que no suspiran, de la

                              llanura.”

Dirá Hernández.

El ocio pampeano y la guitarra española, la proteína animal sin sal y el agua pura de los arroyos, el caballo amansado a pura caricia y su diestro empleo como transporte y arma de guerra, la china querendona y la soledad pampeana, con su misterio poético, concibieron a una raza de hombres sin igual, tan pacíficos como temibles, que las tormentas revolucionarias de la Independencia lanzaron bruscamente a la historia.

La ruptura de las provincias del Río de la Plata con el Imperio Español y la conquista del poder por la burguesía comercial del puerto de Buenos Aires, en alianza con los grandes hacendados bonaerenses, asumió para los gauchos un carácter trágico. La edad de la tierra libre y de las haciendas cimarronas tocaba a su fin. Los nuevos intereses porteños, vinculados al comercio inglés, fijaron precio a la carne. Carnear una vaca se convirtió en un delito. La Ley de conchabo de 1815 establecía que todo aquel paisano que exhibiese una papeleta que acreditase estar al servicio de su patrón, sería tomado preso y enviado a los fortines de la “frontera” (más allá, el indio) para sufrir “las fatigas del Ejército”.

El gaucho se levantó en armas como pudo, abandonó su aislamiento y se mezcló en la vida social: unos fueron a pelear contra los godos, junto a los esclavos negros manumitidos por San Martín, en los campos de batalla de Chile y Perú. Otros formaron las montoneras armadas del Litoral y se nuclearon alrededor de sus caudillos populares representativos. Otros se hicieron matar en Salta, cuando detuvieron, con Güemes al frente, la entrada de las fuerzas realistas en el norte de la actual Argentina.

Todos ellos ingresaron así, en montón, a algunos capítulos del “Facundo”, donde Sarmiento caracteriza a estos paisanos como barbaros y a los doctores porteños seudo ilustrados, con sus fraques nuevecitos, como archicivilizados. Claro está que en Sarmiento, como en todo gran odiador, se extendía un extenso deslumbramiento por el objeto de su execración. Y nadie como Sarmiento describirá las habilidades y destrezas del baqueano o del gaucho, adivinador de rumbos, olfateador infalible de todos los peligros del desierto.

Aquella guitarra que durante tres siglos había consolado la melancolía del gaucho o alegrado sus entreveros, rodará por todos los campamentos de las guerras civiles posteriores a la revolución de 1810, con letras ingenuas, intencionadas metáforas rusticas o imágenes poéticas que serían más tarde recogidas y estilizadas por un desconocido Homero criollo.

Pero la burguesía comercial del puerto de Buenos aires no solo debía enfrentarse con la vida libre de los gauchos. Al desaparecer el Rey una sola de las Provincias Unidas usurpó un arma poderosa que pertenecía a todas: la Aduana de Buenos Aires, verdadera protagonista de la historia argentina del siglo XIX. Único puerto con salida al mar y al comercio exterior del antiguo Virreinato, la Aduana era la fuente exclusiva de recursos del inmenso territorio heredado. Era la base del crédito y del Tesoro público.

El movimiento económico de todo el ex Virreinato se canalizaba por el puerto de Buenos Aires. Pero la Provincia de Buenos Aires y su codiciosa burguesía gozaba de las rentas aduaneras, negándose a repartirlas con las provincias hermanas. Se estableció así una alianza virtual entre la pradera, la ciudad librecambista y la Inglaterra industrial. Al margen de tan fructuosa asociación quedaron todas las provincias mediterráneas, que solo podían vivir de sus producciones y artesanías locales y que no tenían más remedio que ser proteccionistas.

Este antagonismo se cruzará con conflictos de clases, de razas, de ideales de cultura, de rasgos sicológicos diferentes. El blanco o semi blanco de Buenos Aires no tardará en europeizarse y en contar con escritores a su servicio. Desdeñará a los provincianos, negros, mestizos, mulatos y a los ridículos y pobretones hombres de las provincias. Se producirá entonces un milagro semántico, militar y poético: la palabra gaucho abandonará las praderas bonaerenses y será un vocablo general para describir al puro hombre de a caballo. Sea de llanura o de montaña, con apero criollo de pellón de carnero o guardamontes para los espinillos de las montañas salteñas, será un gaucho, de talante pacifico o bélico, cultivador, arreador o artesano, aunque será en todos los casos, naturalmente, pobre. Y pobre, en aquel tiempo, como hoy, era sinónimo de patriota, es decir de hombre que ama a su tierra y a su cielo.

No comprendería ese gaucho la irónica e injusta observación de Borges:

                               “Las ilusiones del patriotismo no tienen término; en el primer siglo de nuestra

                                era Plutarco se burló de quienes declaraban que la luna de Atenas es mejor

                                que la luna de Corinto”

Cita y comentario son tan ingeniosos como falsos. Pues cuando llegaba la hora de luchar y morir, los atenienses morían por la luna de Atenas y los corintios por la luna de Corinto. ¡Y todos eran griegos!

José Hernández nace en una antigua familia del patriciado rioplatense, en 1834. La casa de su nacimiento, en la ciudad de San Martín, próxima a la Capital Federal, que por ventura aún se conserva, fue justamente la chacra de Perdriel. Allí su tío, el general Juan Martín de Pueyrredon, enfrentó a los invasores ingleses, que se habían apoderado de la ciudad de Buenos Aires en 1806.

Federales y unitarios, la familia de los padres y tíos de Hernández resumía en tales filiaciones parte del drama nacional. Su padre, Don Rafael Hernández, gozaba de fama en sus pagos del sur, por su baquía en las labores del campo, conduciendo tropas de hacienda hacia diversas estancias de la provincia. Niño de 12 años, José Hernández acompañó como tropero a su padre. Su hermano Rafael, en sus recuerdos, dice:

                                     Allá en Camarones y en Laguna de los Padres se hizo gaucho, aprendío a

                                     jinetear, tomó parte en varios entreveros y presenció aquellos grandes

                                     trabajos que su padre ejecutaba y de que hoy no se tiene idea. Esta es la

                                     base de los profundos conocimientos de la vida gaucha y amor al paisano

                                     que desplegó en todos sus actos.

Formado en el medio rural y entre gauchos no fue extraño, por sus orígenes familiares, que se despertaran en Hernández simpatías por el partido federal, aunque nunca fue rosista (es decir, porteño) sino más bien hombre  del federalismo de las provincias interiores, de los federales sin puerto. Desde los 20 años de edad José Hernández intervino en las batallas que libraban las provincias contra los intolerables privilegios de la ciudad porteña. En dichos enfrentamientos combatían cristianos aliados a los indios, de uno y otro bando, estos últimos montados en pelo, con sus largas lanzas; el degüello coronaba trágicamente no pocos encuentros.

Caído Rosas, nuevamente la burguesía porteña pretende apoderarse del poder, es decir, de la Aduana. Su expresión política y militar es el joven Coronel, luego General, Bartolomé Mitre, caudillo prestigioso del localismo porteño.

Se abre entonces un largo y sangriento período de exterminio de los caudillos federales del interior. Con la ayuda del capital europeo y de las armas más modernas, Mitre y Sarmiento, asociados en la política, la guerra y la caritativa posteridad historiográfica, enviarán ejércitos porteños para eliminar a la resistencia del interior.

Hernández, radicado en la provincia de Entre Ríos, combatirá con todas sus armas –la espada, la lanza y la imprenta- contra los ejércitos porteños. Emigrado al Uruguay, comenzará su larga carrera de periodista revolucionario contra el partido mitrista porteño y sus aliados.

Su enemigo político y literario mayor será Sarmiento, socio de Mitre, gobernador de San Juan.

Hombre muy dotado para las letras, aunque inculto y feroz, un verdadero “terrorista de la prensa”, según lo llamara Juan Bautista Alberdi, Sarmiento había escrito una obra maestra de prosa americana fundada en una mentira colosal. “Facundo” fue una obra de ocasión –escribe Sarmiento años después al general Paz – “llena de inexactitudes a designo”, para servir a una batalla política. Sin embargo llega a ser lectura obligada en las escuelas argentinas y constituye uno de los mitos históricos más exitosos en el exterior, cosa que no puede causar asombro, pues Sarmiento sitúa la barbarie en América y la civilización en Europa, y declara a la raza blanca irradiadora de toda cultura y a la gente de color, seres imposibles de redimir. El enfrentamiento literario, político y militar entre Sarmiento y Hernández es de notable significación simbólica.

Como Gobernador de San Juan Sarmiento organiza una campaña destinada a suprimir, en el sentido especifico de la palabra, al General Peñaloza (conocido en La Rioja como el “Chacho”) como caudillo influyente en los Llanos. El presidente Mitre aspiraba a establecer la hegemonía porteña en todas las provincias y el General Peñaloza, hombre pacífico y patriarcal de escasa y nula fortuna, era una de las últimas esperanzas de los saqueados y humillados pueblos criollos del interior. Las órdenes de Sarmiento son precisas. Desarmado y tomando mate en su rancho, el Chacho es sorprendido por una partida militar que lo ultima a lanzazos y le corta la cabeza. Clavada en una pica, en el más puro estilo godo, la cabeza del General Peñaloza es expuesta en la Plaza de Olta, un pueblo riojano. En una carta a Mitre, el famoso pedagogo Sarmiento, exhorta al Presidente de la República a:

                                “No ahorrar sangre de gauchos. Es lo único que tienen de humanos”

El crimen ocurrió el 12 de noviembre de 1863. Uno de los asesinos materiales, el teniente Junt, le hace cortar una oreja al General Peñaloza y se la envía de regalo al señor natal Luna, escribe Fermín Chávez:

                               “Y en el baile oficial con que se celebra la captura del jefe federal, la oreja

                                pasó de mano en mano de los concurrentes.”

Al día siguiente del atentado Sarmiento escribió estas palabras:

                                “He aplaudido la medida precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a

                                aquel inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se

                                habrían aquietado en seis meses.”

Ante el crimen atroz, Hernández acusa directamente al asesino desde el periódico “El Argentino” de la ciudad de Paraná:

                                 “El General Peñaloza ha sido degollado. El hombre ennoblecido por su

                                  inagotable patriotismo, fuerte por la santidad de su causa, el Viriato

                                  argentino, ante cuyo prestigio se estrellaban las huestes conquistadoras,

                                  acaba de ser cosido a puñaladas en su propio lecho, degollado, y su cabeza

                                  ha sido conducida como prueba del buen desempeño de su asesino, al

                                  bárbaro Sarmiento.”

La política mitrista, que enmascaraba bajo la retorica difusa de los “principios” y las “instituciones” la confiscación por los porteños de las rentas aduaneras, proseguía desde Caseros en dos planos simultaneos: uno consistía en el derrocamiento militar de los antiguos caudillos federales de los tiempos de Rosas o su eliminación física lisa y llana, cuando no ocupaban el gobierno provincial, como en el caso del Chacho Peñaloza; en el otro, para simular la comedia “representativa” en la ciudad de Buenos Aires, practicaban el fraude mas cínico, que describirá Sarmiento con regocijo brutal, en su desembarazado estilo, a su amigo Posse en Tucumán.

Ultimado el Chacho, semanas más tarde, José Hernández publica en la capital de la Confederación un breve folleto titulado “Vida del Chacho”. Su texto comienza así:

                                 “Los salvajes unitarios están de fiesta. Celebran en estos momentos la

                                 muerte de uno de los caudillos más prestigiosos, más generosos, más

                                 valientes que ha tenido la República Argentina. El partido federal tiene un

                                 nuevo mártir. El partido unitario tiene un crimen más que escribir en la

                                 página de sus horrendos crímenes.”

La verdad histórica suele ser asombrosa y a veces resulta tan intolerable como la desnuda verdad contemporánea. Esto ocurre cuando los intereses ocultos y visibles de una estructura social inmovilizan el pasado para medrar en la inmovilización del presente. Según verá el lector, el discernidor oficial de la civilización o la barbarie, recibía, por la pluma del futuro autor del Martín Fierro, el calificativo de “bárbaro”.

A semejanza de miles de grandes hijos de Buenos Aires, José Hernández la había abandonado bajo el látigo de las persecuciones mitristas, del fraude electoral, del empastelamiento de imprentas, de la clausura de los periódicos federales o de la amenaza inminente hacia su vida. Si se atiende la literatura histórica oficial que todavía se enseña en las escuelas, bachilleratos y universidades, los hechos que narramos no habrían tenido lugar y José Hernández habría escrito el Martín Fierro en un milagroso acto de “creación inconsciente”. Miles de argentinos distinguidos, como Carlos Guido y Spano, hijo del General Tomás Guido, confidente de San Martín, Vicente Quesada, Miguel Navarro Viola, Lucio Mansilla, Benjamín Victorica, Mariano Fragueiro, entre muchos otros, emigraron a Paraná.

Por esos días negros para la unidad nacional, Sarmiento escribió a su amigo Domingo de Oro un relato de las elecciones para gobernador de la Provincia de Buenos Aires, el 17 de junio de 1857. Dice Sarmiento:

                                       “Los gauchos que se resistieron a votar por los candidatos del gobierno

                                        fueron encarcelados, puestos en el cepo, enviados al ejército para que

                                        sirvieran en la fronteras con los indios y muchos de ellos perdieron el

                                        rancho, sus escasos bienes y hasta su mujer.”

En esta concisa y descarada descripción Sarmiento, que aprobaba la política de Mitre, anticipaba, punto por punto, la historia de Martín Fierro.

José Hernández tenía 23 años en esa época y no necesitaba leer la carta de Sarmiento para enterarse del vandalaje de los ilustrados. Lo vivía en su propio cuero. Y lo evocaría quince años después en su poema.

Bastaría señalar que abandonaron la ciudad de Buenos Aires en esa época más de 2.000 argentinos, pues Buenos Aires, para no repartir las rentas de la Aduana entre todas las provincias, había roto la unidad nacional y se había constituido como Estado independiente, con sus propios cónsules en Europa y sus propias fuerzas armadas. Los comerciantes y políticos del Puerto preferían una República hecha pedazos antes que aflojar los cordones de su bolsa. Esa política gozaba del apoyo general de los porteños, pues al apoderarse desde la Revolución de Mayo de los ingresos de la Aduana, la ciudad se había convertido en la más rica y prospera de las viejas Provincias Unidas, monopolizando para sí los altos títulos de “sociedad civilizada”.

Tal es la suerte de no pocos soldados de la Independencia, grandes escritores o estadistas provincianos, como Santiago Derqui, en la gran capital del Plata. Hasta Juan Bautista Alberdi, padre de la Constitución, se veía obligado a vivir emigrado en Europa por la hostilidad mitrista y su crítica aguda al obsesivo monopolio aduanero de los porteños.

Ante ese cuadro no resulta difícil imaginar el destino que aguardaba a los pobres gauchos, soporte militar, generalmente irregular, de las montoneras espontáneas o de las rebeliones célebres contra Buenos Aires, nacidas del genocidio contra el Paraguay, mediante la Guerra de la Triple Alianza que culminó en una gran tragedia por la feroz política del Puerto contra el Interior.

José Hernández combatió esa guerra criminal, iniciada por las oligarquías de Buenos Aires, el Brasil y el Uruguay contra el heroico pueblo paraguayo. Tal alianza se proponía no solo aplastar el régimen político del Mariscal Solano López sino desmembrar el Estado paraguayo, ejemplo de progreso industrial y de sistema productivo independiente, libre del flagelo de los empréstitos exteriores y que gozaba de una estructura agraria no latifundista en una América criolla dominada por el parasitismo terrateniente.

La guerra del Paraguay fue impulsada por el imperialismo británico. Desde hacía mucho tiempo los ingleses modulaban con fino arte la política de la Corte brasileña, tanto como la del librecambista gobierno de Mitre. Segregada de sus hermanas de las Provincias Unidas del Río de la Plata, mediante la notable intriga del Primer Ministro británico Caning y su agente en el estuario, Lord Ponsonby, la hermosa y heroica Banda Oriental, cuna de Artigas, se vio arrastrada a su pesar a la tragedia paraguaya.

Hernández y su generación lucharon con todas sus fuerzas contra la matanza horrible que la guerra (y la escandalosa impericia del general Mitre) produjo a lo largo de cinco años.

El futuro historiador puso a prueba, sobre carne viva, los manuales tácticos importados y lanzó a 16.000 hombres sobre la formidable defensa natural de Curupaytí. Atrincherados los paraguayos, arriba de la barranca inexpugnable, mataron 3.000 hombres, la mayor parte de ellos soldados criollos, es decir gauchos. Los cadáveres eran arrojados al río, que derivaba su carga fúnebre hacia abajo durante toda la guerra. A tal corriente putrefacta se atribuye el estallido de la epidemia de fiebre amarilla que diezmó, al final de la guerra, a la población de Buenos Aires.

Los artículos de José Hernández en periódicos de Paraná y Montevideo sobre la guerra del Paraguay son notables muestras del poder de análisis del escritor y político y coincidían con los estudios de Alberdi enviados desde Paris, donde exhibía con lógica implacable la codicia tenaz de la burguesía porteña que monopolizaba para su propio provecho la renta aduanera y el puerto de los argentinos.

La tragedia de la guerra del Paraguay desencadenó todas las furias contenidas en el interior de las provincias. Comprometido Urquiza con Mitre, propenso a conciliar con sus enemigos, se propuso enviar las valerosas caballerías entrerrianas a combatir al Paraguay. Esas tropas urquicistas se sublevaron en los campamentos de Basualdo y Toledo. Preferían unirse a los paraguayos contra Buenos Aires.

Al mismo tiempo, en el centro del país, se levantaba en armas el General Felipe Varela, antiguo oficial del Chacho, llamado a combatir contra los porteños y poner fin a la guerra fratricida contra los paraguayos.

Convulsionada la República, José Hernández advertía a Urquiza desde las páginas de “El Argentino” de Paraná que la daga del mitrismo buscaría un día su garganta. Al traicionar la causa federal Urquiza fue ultimado por una partida de federales en su palacio de San José. Un prestigioso lugarteniente suyo, el General Ricardo López Jordán, encarno la esperanza postrera del federalismo y ocupó el sillón de gobernador de Entre Ríos designado por la Legislatura de la Provincia. En ese momento era presidente de la República Domingo Faustino Sarmiento. Invadido por un ataque de incontrolado furor, estado bastante frecuente en el enérgico publicista, el Presidente Sarmiento declara la guerra a Entre Ríos, desconoce los poderes provinciales y deposita en la balanza de la guerra civil un importante cargamento de armas modernas provenientes de la civilizada Europa.

El viejo enemigo de Hernández, victimario del Chacho, predicador del exterminio del gauchaje y, al mismo tiempo, gran artista de la prosa americana, ni corto ni perezoso, ordenó a las tropas nacionales la invasión de Entre Ríos. Acto seguido, Sarmiento puso precio a la cabeza del General Ricardo López Jordán en $ 100.000. Tasó en cambio la cabeza de Hernández en solo $ 1.000. El “Profeta de la Pampa”, como tituló Ricardo Rojas, con cierta comicidad involuntaria, a la hagiográfica biografía de Sarmiento, no atribuía mucho valor monetario al futuro genio nacional.

Hernández apoyó de inmediato al general López Jordán, ante el conflicto inminente. Ya tenía un nombre. Había vivido una vida turbulenta: domador de potros y peón, arreador de haciendas, agrimensor y taquígrafo en el Senado de Paraná, impresor y librero, ministro en provincias, jinete armado en San Gregorio y El Tala (tenía solo 19 años), combatiente en Cepeda y Pavón. Asesor del General Urquiza y secretario particular del último presidente de la Confederación Argentina, el General Pedernera.

Emigrado de su provincia natal, Hernández había echado raíces en Entre Ríos. Un cronista del pasado entrerriano, Don Francisco D. Segovia, evoca a José Hernández y lo recuerda en el mercado de Paraná:

                                     “donde se pasaba escuchando los dichos y los chistes gauchescos de los

                                     carniceros, que entonces eran todos criollos de pura cepa y de

                                     indumentaria campera.”

Frecuentaba las riñas de gallos y su poderosa voz “de órgano” alegraba las pláticas de la emigración porteña nacionalista en la acogedora tierra nacida entre ríos.

El General Ricardo López Jordán se dispone a recoger la herencia política del primer Urquiza, antes de su deserción final. La provincia en masa lo seguirá en los entreveros próximos. Las famosas caballerías entrerrianas, con paisanos de lanza y cuchillo, se enfrentaran en una batalla perdida, no al Ejército de línea sino a un mortífero articulo importado por Sarmiento de Estados Unidos: el fusil Remington. Era de largo alcance, de un solo tiro, pero rápidamente recargable por la culata gracias a su sistema de cierre.

Las dos sublevaciones jordanistas, que culminaron con la derrota en los campos de Don Gonzalo, probaron a los gauchos de López Jordán que la civilización sarmientina llevaba la muerte a gran distancia y podía vencerlos. Había terminado la era de la tacuara y las bolas, recogidas por los gauchos de la tradición militar indígena.

Después de la primera derrota en Naembé, comienza la gran emigración de entrerrianos y correntinos hacia la Banda Oriental o el Brasil. Más de 6.000 combatientes pasan el río fraterno, muchos de ellos a la antigua usanza en tiempos de apuro: con el caballo adelante, metidos ambos en el río hasta el cogote y el paisano agarrado a la cola, ganado así, jinete y bestia, la otra anhelada orilla.

Hacia el Brasil cabalgan, cabizbajos, López Jordán, José Hernández y otros compañeros de la revolución vencida. Hernández ha combatido, ha escrito los  manifiestos revolucionarios, ha visto morir a muchos gauchos amigos. Al llegar a Santa Ana Do Livramento su espíritu está asediado por confusas imágenes: la muerte no es un sueño, pero ya sueña con la muerte y la sangre. Es que la muerte se ha vuelto anónima. No se ve al enemigo. La hora final llega en un breve vértigo, con el suspiro de una bala mágica. ¿Cómo luchar, como responder a un destino aciago? ¿Por qué medios conquistar una segura, una inmortal victoria?

Estamos a principios de 1872. Abrumado, Hernández decide regresar a Buenos Aires. Se aloja en el Hotel Argentino, en la calle Rivadavia y 25 de Mayo, en el mismo solar donde se encuentra hoy el edificio del Banco de la Nación. Y a su espíritu se precipita todo el pasado entrevisto de su agitada existencia, un torbellino de pampa y caballos, su infancia y el alarido del  malón, las ruedas de gauchos, mateando y cantando en los campamentos revolucionarios, el degüello del Chacho, la agonía de un jinete, aquel Sargento Cruz, pasado de bando y que en la vida llevó otro nombre.

Escribió en 8 días y 8 noches febriles el primer manuscrito de un folleto pobrísimo, titulado “El gaucho Martín Fierro”. Publicado con tapas grises, en papel de almacén, se deslizo como una sombra por la ciudad europeizante y se dirigió en silencio hacia la pampa, donde a los 7 años de aparecer se habían vendido 46.000 ejemplares, en un medio social de iletrados, como lo era el medio rural, mientras permanecía casi ignorado en Buenos Aires, la ciudad culta.

Entre los publicistas fue aceptado casi con conmiseración. Y sin embargo no había noticias de un libro de tan vasto alcance en el Plata y quizás en América. Don Nicolás Avellaneda, el ex Presidente, era abogado de un almacenero mayorista, que le mostró en sus libros contables los pedidos habituales de las pulperías de campaña:

                            12 gruesas de fósforos

                            1 barrica de cerveza

                            12 “vueltas” de Martín Fierro

                            100 cajas de sardinas

¿Cómo leían Martín Fierro los gauchos analfabetos? No lo leían, lo escuchaban. Nunca faltaba en un puesto, una pulpería, una estancia, algún “leído” q1ue en voz alta, con los gauchos mateando a su alrededor y a la cambiante luz del fuego, leyera, bien despacio, las aventuras y desdichas de otro cristiano igual a ellos, que les contaba sus propias vidas en otra época.

Refiere Lugones en “El Payador” que, siendo joven, en Sumampa, en Santiago del Estero, alcanzó a conocer a un mozo llamado Serapio Suárez:

                           “que se ganaba la vida recitando el Martín Fierro en los ranchos y aldeas. Vivía

                            feliz y no tenía otro oficio…recuerdo haberme pasado las horas oyendo con

                            admiración a aquel instintivo comunicador de belleza.”

Pues Martín Fierro salió casi enseguida de la pampa, como lo señala Lugones.

También Rojas aporta su testimonio personal, que revela el profundo sentido colectivo del poema:

                           “En solitarios ranchos de la selva santiagueña, a la rivera del Salado, he oído yo

                           quien recitaba algunas estrofas conocidas por tradición, aunque se ignoraba

                            que pertenecieran al poema de Hernández.”

Así mismo dice Lugones que Martín Fierro asumió de pronto una existencia real. Le oyó decir a un paisano que cierto amigo suyo lo había conocido. En las sierras de Córdoba (lo que revela que el poema gaucho era argentino en toda la extensión del país), había encontrado Lugones a un gaucho viejo que vivía solo con su mujer. Era iletrado, pero guardaba con el mayor cuidado y delicadeza un ajado ejemplar del Martín Fierro. Solo extraía el libro de la antigua petaca de cuero, que era todo su bien, cuando algún forastero leído era acogido en el rancho, con la sagrada condición de leer en voz alta nuestro canto del Cid.

Antes de morir, aún joven, Hernández fue Senador y ya se lo llamaba el Senador Martín Fierro, tan profundamente encarnaba el estilo y el alma de aquella raza de argentinos próximos a desaparecer, excepto en el dominio del arte.

¿De modo que José Hernández fue “un creador inconsciente”? Aflojemos las riendas, lector, y dejemos que concluya esta larga entrada el propio cantor:

                                  “Pero voy en mi camino

                                   y nada me ladiará;

                                   he de decir la verdá,

                                   de naides soy adulón;

                                   aquí no hay imitación,

                                   esto es pura realidá.

                                    Y el que me quiera enmendar

                                    mucho tiene que saber.

                                    Tiene mucho que aprender

                                    el que me sepa escuchar.

                                    Tiene mucho que rumiar

                                    el que me quiera entender.

                                    Más que yo y cuantos me oigan,

                                    más que las cosas que tratan,

                                    más que los que ellos relatan,

                                    mis cantos han de durar.

                                    Mucho ha habido que mascar

                                    para echar esta bravata.

Contradictorio casi siempre, con el alma dividida, viviendo su vida en una sociedad rentística y anti heroica, el atormentado Lugones, descubridor y represor a la vez del poema y del poeta, pronunciaría en un momento de conmovedora claridad, palabras que no podrán olvidarse:

                        “¿Qué valen, efectivamente, todos nuestros libros juntos ante esta creación?

                        ¿Qué nuestras míseras vanidades de jardineros ante la excelsitud de aquel árbol

                        de la selva? Cuando ellas no existan sino acaso como  flores de herbario en las

                        vanas antologías, el tronco robusto estará ahí, trabada su raigambre con el alma

                        del pueblo, multiplicado en la madera de las guitarras, cuyos brazos señalan el

                        camino del corazón.”

Y agrega con justificado tono cortante

                         “Cuarenta años lleva de crecer, con tiradas que cuentan por cientos los millares

                         de humildes cuadernos. Y esto en un país de población iletrada, donde los cultos

                         no compran libros nacionales.”

Pues resulta una ley invariable de la historia contemporánea, que los países coloniales o semicoloniales no solo han enajenado su cultura oficial a la distorsión extranjera sino que se han visto despojados de su propia historia.

De donde resulta que el único lugar inaccesible al imperialismo deshistorizante sea el “alma del pueblo”. Allí se refugian los pensadores y los bardos nacionales, a la espera de la hora del destino.

José Hernández lo supo muy bien cuando escribió:

                             “Pues son mis dichas desdichas

                             las de todos mis hermanos-

                             ellos guardarán ufanos

                             en su corazón mi historia-

                             me tendrán en la memoria

                             para siempre mis paisanos.

En conclusión: el conflicto social que se refleja en el poema de Hernández supera en mucho las formalidades literarias que han preocupado s no pocos especialistas y filólogos. Pues en Martín Fierro libran batalla, de un lado, los gauchos de la Edad de Oro de la Pampa. En los tiempos anteriores al alambrado, según dijimos ya, los ganados y las llanuras eran “cimarronas”, o sea que carecían de dueño y los gauchos vivían libremente. Del otro lado se encontraba la nueva clase de terratenientes, asociada a la burguesía comercial del Puerto de Buenos Aires. Estos últimos consideraban a los gauchos la encarnación de la “barbarie” y se atribuían a sí mismos la representación de la civilización.

En realidad se trataba de un duelo entre los hombres de la economía natural y  un naciente capitalismo colonial de exportación. Sarmiento expresó la causa del puerto de Buenos Aires en su célebre novela sociológica “Facundo”. José Hernández defendió en su poema el derecho a la vida de una raza de argentinos amenazada de extinción. Del choque de tales intereses nació un poema épico, a la altura del Canto del Mío Cid o la Canción de Rolando, que habrá de vivir cuando aquellos intereses y pasiones hayan desaparecido para siempre en la noche de la historia.

                                              Jorge Abelardo Ramos

                                               México, abril de 1991