Cada día trae con él situaciones más o menos rutinarias a las que uno se acostumbra o trata de cambiar según el nivel de energía del que se dispone. Todos los días hay que levantarse, estudiar, trabajar (o preocuparse por conseguir un trabajo) y, dependiendo de la situación económica o elección, ocuparse de la limpieza de la casa y luchar para que las cuentas cierren o los negocios no naufraguen. En esto gastamos la mayor parte de nuestra energía… pero falta aún lo más importante: construir o mantener una pareja, una familia, educar a los hijos, escuchar a los amigos, visitar a los padres, abuelos, tíos…
¿De dónde sale toda esa energía?
Si se busca una explicación fisiológica se concluye que la alimentación es fundamental y, aunque en principio sea verdad, con esta respuesta no podríamos entender cómo gente alimentada frugalmente como la Madre Teresa de Calcuta –entre las personas célebres-, o algunos maestros y médicos rurales –anónimos- tuvieron y tienen aún hoy fuerzas para ocuparse de tantos necesitados, además de sí mismos.
La conclusión es obvia: se precisa más que comida para proporcionar la energía suficiente y no necesariamente ese algo más es igual para todo el mundo: impulsos religiosos, vocacionales, filosóficos, científicos, artísticos.
Vivir en una sociedad significa estar expuesto a estímulos, positivos como el arte, el saber aplicado al bienestar común, las relaciones interpersonales, o negativos como la lucha de poderes, la presión económica o la violencia en todas sus variantes… y a veces también las relaciones interpersonales. Por eso son muchas las ocasiones en que uno dice:
¡Qué semana!
¡Y quizás a uno no le pasó nada! Pero sin darnos cuenta vamos dejando entrar en nosotros esos estímulos negativos que minan nuestra energía y nos agotan.
Escrito originalmente en 2009