A los amantes de la literatura.
(Y a los que no saben de lo que se pierden por no serlo también)
Es casi mágico ver cómo los sucesos se relacionan, se estrechan y confluyen en algún hecho o circunstancia particular que llevan a un momento de reflexión sobre temas de los que ya se ha hablado y escrito, pero que al mirarlos desde nuestro propio punto de vista se siente nuevo, como recién estrenado.
Hace unos meses, más de cinco, si mal no recuerdo, tuve oportunidad de leer una reseña sobre la obra de un escritor nacido en Jerusalén, Amos Oz. En ella se hablaba del estilo particular de este escritor (uno de los más importantes en lengua hebrea) – profesor (estudió filosofía y Letras)- activista por la paz.
Me prometí, entonces, que leería alguna obra de Oz. Sé que la literatura es más que un número de relatos bien escritos: es una ventana abierta al conocimiento de los grupos humanos, sus esencias, costumbres y problemáticas.
Como toda promesa hecha en un rapto de urgencias provocado por la frustración que a veces provoca el desconocimiento me dije: ¡Cómo no conozco nada actual de la literatura hebrea! Y si bien nadie se muere por eso, uno siente que se está perdiendo de algo que permita una mayor comprensión de una realidad distinta a la propia y, por consiguiente, la necesidad de hacer algo para remediarlo.
Pero no fue rápidamente.
A los dos meses, más o menos, el episodio había sido alojado en algún lugar de la memoria. Un día, husmeando entre los libros de un café literario de mi ciudad, encontré uno que tenía por autor a Amos Oz, ¡y recordé! La obra es una novela epistolar (una serie de cartas y otros pequeños textos cuentan la historia), La caja negra, escrita a fines de los ’80.
No voy a reseñar la novela porque no es de ella en su totalidad de lo que les quiero hablar (si me permiten la expresión), sino de un fragmento de una de las cartas. Uno de los personajes, Ilana, escribe:
“Puede que recuerdes la famosa frase del comienzo de Ana Karenina, en la que Tolstoi, ataviándose con el manto de una serena deidad de pueblo y sobrevolando el vacío lleno de benigna tolerancia y tierna consideración, declara desde las alturas que todas las familias felices se parecen unas a otras, mientras que las desgraciadas lo son cada una a su manera. Con el debido respeto a Tolstoi, lo que yo digo es que lo contrario es verdad: las personas desgraciadas están en su mayoría sumidas en un sufrimiento convencional, viviendo en estéril rutina uno de los cinco o seis gastados clichés de la desdicha. En tanto que la felicidad es una vasija rara, delicada, una suerte de jarrón chino, y las escasas personas que han llegado a alcanzarla han ido modelándola y dándole forma línea a línea en el transcurso de los años, cada uno a su propia imagen y semejanza, según su propio carácter, de manera que no hay dos felicidades iguales.”
Más allá de los análisis literarios que puedan hacerse a partir de las lecturas “entre líneas”, las inferencias sobre las ideologías de los personajes y las posturas del autor, el fragmento es rico en su esencia. Mágica es la literatura que permite que sobrevolemos nuestras realidades y profundicemos en los sentimientos.
Mi felicidad quizá no sea idéntica a ninguna pero, momentos de lectura vividos gracias a Tolstoi, Oz y tantísimos otros, y los momentos de análisis y reflexión que brindan, sin dudas, forman parte de ella.
Sé que muchos tenemos eso en común y formamos nuestro “jarrón chino” en estrecha relación a pesar de las diferencias y la distancia.
Escrito originalmente en el 2019