Hace no demasiado tiempo, y quizás aún ocurra, personas que vivían en el campo compraban una vez al año, cuando se cobraba la cosecha, la ropa de sus hijos. Telas para vestidos que irían pasando de las hermanas mayores a las menores, pantalones y camisas que seguirían el mismo destino entre los hermanos varones. En cuanto a los zapatos, los padres tomaban un hilo y medían los pies de sus hijos, haciendo nudos que marcaba la medida del pie. Tantos nudos como hijos, en ese hilo.
Hace muy poco tiempo, y quizás aún ocurra, los cerebros apesadumbrados de los estudiantes descansaban sus ansiedades en un pequeño nudo que se desataría si, sólo si, el examen o la lección obtenía buena nota. El nudo llevaba nombre de santo.
En épocas no tan remotas, cuando la agenda electrónica apenas despuntaba en el horizonte, se hacían nudos en pañuelos para recordar alguna tarea u obligación impostergable. La memoria dependía de un nudo.
Hoy y siempre, las sogas con nudos siguen siendo excelente recurso para trepar hacia una posición más elevada.
Las sociedades, desarrolladas o no, basan sus estructuras en nudos. La educación que no llega a todos: un nudo. La casi nula resistencia al fracaso y el rechazo al esfuerzo: un nudo. La memoria apretujada y revuelta, seccionada en pedazos, mezclada o ensalzada, vomitada, no construida: un nudo. La corrupción como vía de movilidad social, el discurso ampuloso y doble, la mentira: un nudo.
Entonces…
Si las sociedades se vuelven retorcidas, fofas, perezosas por las intrincadas redes que tejen la ambición o la codicia; si los nudos representan la ignorancia, el facilismo, el olvido y la corrupción… quizás vaya siendo tiempo de hacer algo con esos nudos, empezar a desatarlos o, mejor aún, no fomentarlos.