Retumbó en mi cabeza… no sé qué fue… pero me detuve. De lavarme las manos como me decía mamá: “¡cada vez que vayas a comer lavate las manos!”, pasé a estar en el suelo… No sé como… No sé cuándo… estaba en el suelo. Al sonido siguieron gritos… a los gritos, llantos. ¿Qué hago?, me pregunté… y me quedé quieto. No sabía por qué pero no moví un párpado… hasta el próximo ruido: los ojos se me hicieron grandes. Otra vez los gritos pero ahora menos llantos. Me levanté de un salto, apagué la luz… y volví a la seguridad, ahora oscura del suelo frío… y me quede ahí esperando… no sabía qué, pero esperé, y esperé.
Mi baño era chiquito, común. Con la poca luz que entraba por la pequeñísima ventana la realidad se deformaba. Las sombras se hacían largas, parecían chorrear de las paredes. Ya no había peines, ni cepillos de dientes, ni toallas, ni frascos de perfumes, de mamá… en la oscuridad aparecían como una sucesión de formas tétricas, grises y negras… en un momento hasta parecían danzar. Y comencé a llorar… y mi llanto mudo tenía eco en la casa vecina. Y otra vez el ruido, pero sólo un grito, sólo un llanto. ¡Mamá! Quise llamar… ¡Mamá! Pero no, ¡no! ¡No vengas, ahora no!
Mucho tiempo tuvo que pasar para que pudiera preguntarle qué había ocurrido en la casa de al lado. Y mi mamá me contestó que me contaría cuando fuera grande… Cuando pudiera entender. Nunca pude entender… Todavía no puedo. Una familia había sido masacrada, una noche con poca luz y mucho frío. Mis vecinos eran terroristas y había que “eliminarlos”, dijo la autoridad. Desaparecieron, dijo el diario.
Un último ruido, sin gritos, sin llantos. Una tormenta de muebles rodando al otro lado de la pared… y risas… ¡¿Risas!?… Si, eran risas hoscas, roncas, guturales. Yo en el piso, con frío, paralizado. De pronto algo empezó a hacerme temblar ¿y si ahora vienen a mi casa? ¿saben que estoy acá? Las ideas no cabían en mi cabeza: ¡corro, yo corro!… No, de acá no salgo! Otra vez quise gritar… de nuevo no pude.
Hoy, aunque sé que no hubiera podido hacer nada por ellos, no puedo evitar la culpa. Me veo ahí, escondido, callado, ahogando el llanto, muerto de miedo.
Después de la tormenta de muebles y cosas rotas, el silencio. Nunca más el silencio me pareció tan profundo. El sueño pudo más y me dormí. Cuando la mano nerviosa de mi mamá me despertó por la mañana creí que todo había sido producto de una terrible pesadilla. Pronto supe que no. Que los ruidos, los gritos, los llantos, el miedo, el frío, la tormenta y el agobiante silencio habían sido reales. Las lágrimas de mi mamá que cían una tras otra hasta mi cara me lo confirmaron. ¿Qué pasó, mamá? “Nada hijo, nada. Ya te voy a contar… cuando seas grande”. Al día siguiente mamá cambió su turno en el hospital. Nunca más me dejó solo por la noche. Y sólo cuando crecí me contó lo sucedido: “Pensaban diferente, y por eso los mataron”.
A veces, aun hoy, vuelve a mí la culpa. ¿Podría Haberlos ayudado? ¿Si hubiera pedido socorro? La respuesta me la da mi propia inteligencia, pero también la historia. Si hubieran sabido que alguien era testigo de lo que estaba ocurriendo en esa casa, en lugar de estar sentado aquí, en la plaza, al abrigo del sol, yacería en una oscura y fría fosa común. Y mi mamá, en vez de estar arreglando mi jardín estaría con ellas. Ellas, con sus pañuelos blancos, marchando, como cada semana, como cada mes, como cada año (muchos años)… pidiendo saber dónde estás sus hijos.
Argentina, 2003.
SILVIA GUILLOT