viernes, marzo 29, 2024

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OPINIÓN: Aprendiendo de los excluidos

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Por Antonio Elio Brailovsky

Una de las características de las actuales economías de mercado es que en ellas no hay lugar para todos.

La casi totalidad de los desarrollos tecnológicos recientes están basados en el ahorro de mano de obra. Se nos muestra con admiración los procesos automatizados, en los cuales las máquinas harán el trabajo de los seres humanos, sin que a nadie le importe lo que vaya a pasar con esas personas.

Hemos delegado en las grandes empresas, no sólo el hacer las tecnologías sino en definir qué estilo de tecnologías queremos.

Sabemos que algunos de los resultados han sido la contaminación y el despilfarro energético.

Otros han sido dejar afuera de la economía a innumerables seres humanos. Los mismos mecanismos de obsolescencia programada que nos saturan de productos descartables están transformando en descartables a los seres humanos.

En la crisis de los años 2001 y 2002, mientras se sucedía una danza de presidentes de corta duración, la clase media reclamaba por sus ahorros evaporados y algunos punteros políticos saqueaban supermercados, los excluidos no tenían para comer.

Los economistas midieron la tasa de quiebras, pero también aumentaron los índices de suicidios.

Las estrategias de supervivencia de esa etapa difícil llevaron a recuperar mecanismos de otras épocas en las que el dinero no existía, como el trueque y los cultivos de subsistencia.

El Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) activó un programa llamado Prohuerta, que trataba de incentivar las huertas familiares y comunitarias. En poco tiempo, el Prohuerta pasó de ser un área relativamente pequeña a transformarse en una estrella.

Y como las devaluaciones no afectan la fotosíntesis, miles de personas que no podían pagar la comida, pudieron comer.

Con asistencia de Prohuerta, un grupo de personas excluidas comenzó a hacer una huerta de autosubsistencia en Hurlingham, en el periurbano del Gran Buenos Aires.

Estaban junto al arroyo Morón, cuyo curso está fuertemente contaminado por cloacas y descargas industriales.

Para muchas personas, era una solución transitoria, que duraría hasta que los huerteros volvieran a encontrar trabajo. Poco a poco fue quedando claro que la crisis había terminado por modificar el perfil productivo del país: las nuevas fuentes de trabajo no aparecieron y es probable que no lleguen a existir. Un subsidio a la desocupación no es un empleo.

En algún momento, Beatriz Zumalave Rey, que trabaja en Prohuerta, señaló que esos suelos estaban contaminados y que ingerir esas verduras podía ser peligroso para la salud. Mandó hacer los análisis y, efectivamente, los niveles tóxicos de esos suelos, contaminados con cromo, cadmio y zinc, no los hacían aptos para el cultivo de alimentos.

-Tenemos que abandonar la huerta –les dijo-. Estos suelos no se pueden usar.

Les llevó un folleto que mostraba el modo en que las plantas incorporan los metales pesados del suelo a sus tejidos, especialmente las verduras de hoja.

La desilusión fue grande, porque los que se habían quedado afuera del mercado, también quedaban fuera de la economía de autosubsistencia.

Pasa el tiempo y seis años más tarde los quinteros la llaman a Beatriz:

-Queremos que vea la huerta –le dicen.

La huerta era un verde intenso. Cada centímetro cuadrado estaba cubierto de enormes plantas de lechuga.

-¿Qué hicieron? ¿No saben que no se pueden comer?

-No las comemos. Las cosechamos y las tiramos. La lechuga se lleva los metales de la tierra. Queremos pedirle un análisis de suelos a ver si mejoraron.

Efectivamente, los suelos se habían recuperado y ya era posible usarlos para producir alimentos. Los pobres habían puesto a punto un desarrollo tecnológico que se mencionaba como posible en los libros, pero del que no se habían hecho ensayos concretos en el país.

Nos queda una necesaria reflexión: nosotros, los integrantes de la élite intelectual, tenemos a nuestro alcance sitios en empresas, cátedras, aulas, laboratorios, subsidios de investigación, posgrados, congresos internacionales y consultorías. Hemos producido incontable cantidad de papeles destinados a nuestros colegas.  Pero cuando fue necesario dar una respuesta tecnológica, no la dimos nosotros, la dieron los pobres, que sanearon una tierra que ni siquiera era suya.

Beatriz Zumalave Rey inspiró y acompañó ese proyecto. Sobre la base de su experiencia, hizo su tesis en la Maestría de Gestión Ambiental de la Universidad Nacional de San Martín. Una de sus conclusiones es: “Las estrategias tecnológicas utilizadas pueden extrapolarse y usarse de manera alternada o combinada para remediar suelos de manera más rápida y producir hortalizas en áreas urbanas y periurbanas de forma segura y transformar finalmente, en productivos los suelos degradados”. Yo era uno de los jurados de esa tesis y, previsiblemente, la calificamos como sobresaliente.

Beatriz y los huerteros han demostrado la viabilidad técnica de esta propuesta. La pregunta que podemos formularnos es sobre su viabilidad económica o institucional. Aquí puedo ponerme pesimista: el principal argumento en contra es que es demasiado barato. Para las empresas, para los municipios, para las provincias, los proyectos de remediación ambiental tienen que incluir grandes empresas, maquinaria pesada y costar mucho dinero. Ya sabemos que los proyectos baratos no le interesan a nadie que ocupe un lugar de poder.