Por Elio Brailovsky
Cuando comencé a dar clases y conferencias, hablaba con alguna frecuencia sobre los riesgos ambientales de la energía nuclear. El público parecía no interesarse, de modo que usé todas las estrategias que conocía para reforzar mi elocuencia. Pero a medida que aumentaba mi capacidad para convencer, los que me escuchaban parecían cada vez más indiferentes.
Hasta que lo comprendí: el tema nuclear no genera indiferencia sino angustia, tanta angustia que las personas necesitaban pensar en otra cosa y salir de la clase hablando de cualquier otro tema.
Tal vez esto nos ayude a comprender por qué nuestra sociedad acepta en silencio que se sigan haciendo negocios irresponsables con la energía atómica.
En las últimas semanas anunciaron en Argentina, como si fuera una gran noticia, la puesta en marcha del reactor de la central nuclear de Atucha II. También dijeron que, junto a Atucha II y Atucha I construirían otra central atómica en el mismo sitio. La dos primeras fueron contratadas con Siemens, con esta curiosidad: Atucha I fue la primera central atómica que hizo esa empresa, y la hizo fuera de Alemania, por si las cosas salían mal. Atucha II es la última central atómica de Siemens, ya que la empresa abandonó el cada vez más incierto negocio nuclear. Pero en vez de preguntarse por qué esa gran multinacional no quería saber más nada con ese tipo de energía, nuestras autoridades corrieron a buscar otro proveedor, y encontraron una empresa china que la construirá.
Aún más desconcertante fue la liviandad con que se informó de un acuerdo con el Presidente ruso para hacer otra central atómica más, esta vez en Mar del Plata. Tuvo que salir un profesor de la Universidad local para decir lo obvio: en Mar del Plata no hay ningún curso de agua dulce que permita enfriar el agua del reactor. Es decir, que una decisión de esa envergadura no sólo se toma sin hacer ningún estudio científico previo. También se toma sin siquiera mirar el mapa de la localización elegida.
En los últimos tiempos hemos discutido reiteradamente los problemas vinculados con la deuda externa. Hemos dicho, y con razón, que los contratos firmados con la banca internacional pueden hipotecar a toda una generación, y hemos repetido nuestra indignación por ese condicionamiento.
¿Cómo calificar, entonces, a una deuda que afectará a nuestros descendientes para siempre?
Supongamos que tenemos suerte y no sufrimos ningún desastre. Que nada se incendia, ni tiene fisuras, ni explota, ni sufre un terremoto o un atentado terrorista. Que la vida útil de estas centrales atómicas termina sin sobresaltos y se las cierra normalmente.
A partir de allí comienza la herencia que dejamos a nuestros descendientes, quienes tendrán que ocuparse de la basura radiactiva que nosotros aceptamos que se produjera.
Estos proyectos nucleares significan energía para la generación presente. Y dejan residuos radiactivos que representan una deuda para los siguientes miles de generaciones.
Las estimaciones varían: los norteamericanos piensan que habrá que ocuparse de esos residuos durante un millón de años. Los finlandeses, menos optimistas sobre la supervivencia futura de nuestra especie, se compometen a atenderlos durante apenas cien mil años.
¿Cuánto cuesta cuidar algo durante 100.000 años?
¿Durante cuánto tiempo hay que vigilarlo? ¿A partir de qué momento hay que esconderlo bien para que nadie lo pueda encontrar? ¿Hay que protegerlo de una civilización tecnológica o de un retorno a las cavernas después de la próxima glaciación, que ocurrirá dentro de unas pocas decenas de miles de años? ¿Cómo hacer para dejar una advertencia para el tiempo en que nuestros actuales idiomas se hayan extinguido? ¿De qué modo evitar que excaven allí, buscando un tesoro escondido, como hacemos nosotros en las Pirámides? ¿Hay que inventar mitos de miedo, que pervivan más allá de la palabra escrita?
Estas preguntas de ciencia-ficción carecerían de sentido si tuviéramos una opinión pública y una acción ciudadana sensatas, dispuestas a cuestionar la irracionalidad del negocio nuclear.