En la 28ª edición del Festival se pudieron ver las mejores películas del año. Los premios fueron para las que suponen mensajes importantes para la humanidad.
En la 28ª edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, se vieron las mejores películas de 2013. No faltó casi nada. Un par de ejemplos: At Berkeley, de Frederick Wiseman, un documental observacional acerca de la universidad pública más importante de los Estados Unidos, fue una película inolvidable para los asistentes.
Extraordinaria por donde se la examine, el filme de Wiseman permite pensar la relación del conocimiento con el progreso social, y refleja los riesgos futuros de la educación pública en todo el mundo. Hubo otros hits: entre los más celebrados, Why don’t we play in hell, de Sion Sono, manifiesto amoroso en clave de género de yakuzas sobre la extinción del 35 mm, que tuvo su rebote en el festival con el foco dedicado al maestro húngaro Miklos Jancsó.
Ver Los rojos y los blancos y Los condenados en 35 mm, entre otros filmes exhibidos del autor (obras maestras del cine político de todos los tiempos), fue una experiencia que no volverá jamás a repetirse. En menos de un año -como se sabe- ya no tendremos cómo ver filmes en 35 mm.
Y hubo más películas inolvidables: las últimas de Garrel, Mekas, Jia, Matsumoto y Lanzmann llenaron salas en la ciudad de los lobos marinos. No ganaron las mejores, ganaron las películas que suponen mensajes importantes para la humanidad. La jaula de oro, Pelo malo, Little feet y Bright day son títulos secretamente tranquilizadores. No preguntan sobre nuestras prácticas sociales y menos interrogan por las formas del cine, sino que utilizan (legítimamente) el cine como un modo de denuncia o forma de expresión para reivindicaciones.
Fue una pena debido a que la competencia oficial, tras muchos años de un eclecticismo impreciso, sí mostró una mayor coherencia artística. Aun así, las películas más poderosas de la competencia, como A strange little cat, Club Sándwich y La batalla de Solferino, no tuvieron siquiera una discreta consolación, a excepción del último titulo francés, cuyo actor masculino obtuvo el premio a la mejor interpretación.
Por otro lado, la poderosa y magnética Fantasma de la ruta, la nueva película de Campusano, fue sentenciada al total olvido, aunque Signis, la organización católica vinculada a premiar películas en los festivales, reconoció con un premio no oficial al gran director surgido de las entrañas del Conurbano. «Nunca pensé que iba a recibir un premio de la Iglesia Católica», dijo Campusano en la ceremonia de clausura.
El cine cordobés, como ya es vox populi, no pasó inadvertido. Los directores de Escuela de sordos y Sociales, Ada Frontini y Mariano Luque, respectivamente, fueron elegidos como los mejores exponentes de su profesión en las competencias en las que participaron. Sus filmes son arriesgados y auténticos, mantienen al cine vivo y en movimiento.