El cambio climático ha movilizado a científicos que lo estudian, a ingenieros que buscan soluciones tecnológicas y a economistas que las miden. Y empieza a atrapar también una dimensión espiritual que lo está convirtiendo, en opinión de algunos, en la nueva religión del siglo XXI. Una nueva espiritualidad ecológica. El lenguaje mesiánico y los instrumentos casi religiosos que se utilizan rompen los esquemas discursivos y calan en una opinión pública más escéptica ante causas del pasado.
A finales de octubre del año pasado, Al Gore desembarcó en Sevilla para hablar de su movimiento contra el cambio climático, el Proyecto Clima. Gore, de 59 años, se subió al estrado y por enésima vez interpretó con entusiasmo el discurso que viene repitiendo desde hace ya varios años. Ese día, alguien le preguntó: «¿Cómo es usted capaz de repetir lo mismo una y otra vez?» «Porque soy un hombre con un sentido de misión, por eso puedo decir las mismas cosas sin perder la fuerza, la ilusión. Porque llevo un mensaje en el que creo apasionadamente», contestó.
En su afán por llegar al interlocutor, Gore, que es profundamente religioso, usa frases como «A Noé se le dijo que salvase las especies vivas y ello hoy sigue siendo nuestra obligación». Y antes de aleccionar a los embajadores o discípulos que forman parte de su movimiento, 1.700 por todo el planeta, les pide una «conexión espiritual».
«La estructura que Al Gore ha organizado resulta casi religiosa, con discípulos que transmiten la buena nueva, como Jesucristo», reflexiona el biólogo Miguel Delibes de Castro. «Los científicos solemos insistir en que hay que racionalizar los problemas, pero lo cierto es que es más vendible el mensaje emocional, sobre todo si implica a fuerzas superiores a nosotros. Ayuda a que la gente se mueva por algo que debe resultar parecido al sentir de la tribu antes ese dios mágico. A mí no me gusta esta forma de funcionar. Al Gore se considera un hombre con una misión, y yo de Mesías tengo más bien poco. Yo aviso de que algo está pasando y es la sociedad quién debe decidir qué hay que hacer. Sin embargo, soy mucho menos eficaz. Al Gore ha vuelto a demostrar que moviliza mucho más algo parecido a la fe que la racionalidad».
El de Al Gore es el ejemplo más visible, pero no el único. Frases como «Hay que salvar el planeta», «Tenemos una misión», «la culpa es del hombre (¿el pecador?)», «llega el cambio climático» (¿el castigo?), ya no suenan tan raras. «El mensaje ecologista con componentes religiosos ha calado mucho», dice Miguel Ferrer, biólogo y presidente de
Sin embargo, la conexión entre ecología y religión no resulta tan extraña si tenemos en cuenta el concepto del prójimo, como apunta Víctor Viñuales, director de
Uno de los 200 embajadores de Al Gore es Juan Negrillo. Se conocieron hace años, durante una de las visitas del candidato frustrado a la presidencia de Estados Unidos a
La explicación suena sensata. Aunque también puede que se trate simplemente de una cuestión lingüística, como apunta el filósofo Jesús Mosterín: «Este lenguaje aplicado a la ecología es simplemente metafórico. Frases como el castigo del cambio climático… Son palabras sin sentido literal, como cuando decimos de una chica rubia que tiene los cabellos de oro. Lo que sí es cierto es que la vida es un fenómeno tan raro y fascinante que entiendo que mucha gente piense que es una misión preservarla. Pero no lo es porque nos lo ordene una autoridad externa. Einstein decía que él no creía en un dios, pero que se sentía profundamente religioso porque se sentía identificado con el universo».
El coqueteo entre ecologismo y espiritualidad, no es nuevo. 1966 fue una fecha clave. Ese año se publicó Ciencia y supervivencia, de Barry Commoner, uno de los libros fundacionales de las corrientes ecológicas o ambientales con inspiración más o menos religiosa. «La segunda mitad del siglo XX contempló el auge de múltiples movimientos religiosos, espirituales y espiritistas, caracterizados por ser una mezcla de elementos diversos», explica el filósofo José Antonio Marina. «Uno de ellos prolongó el fervor ecológico de los últimos decenios. Para mí, lo importante son los factores que se unieron en esa espiritualización ecológica. Nació posiblemente del movimiento hippy, de su vuelta a la naturaleza, se unió con un cierto panteísmo, por entonces de moda, que se volvía hacia
«La hipótesis Gaia, de Lovelock, colaboró, considerando a
El autor más famoso de estas corrientes es James Lovelock y su libro Gaia, una nueva visión de la vida sobre
Pero, ¿qué piensan los ecologistas de todo esto? La mayoría no ve puntos en común ni le gusta la idea. «Mi sensación es que no existe ninguna conexión entre ecología y religión. El planteamiento es radicalmente diferente y el mensaje mayoritario no es el de que tenemos una misión», dice Yayo Herrero, coordinadora estatal de Ecologistas En Acción.
«No se trata de una cuestión de religiosidad, sino de valores», dice Juan López de Uralde, director ejecutivo de Greenpeace España. «Yo me siento parte de un movimiento social, ciudadano, que trata de introducir en nuestra escala de valores cosas que no se tenían en consideración, como el respeto al planeta, y que debe formar parte del conjunto de valores en los que nos movemos. Y esos valores se encuentran tanto en una persona laica como en una religiosa. No son incompatibles. Hay una cierta utilización torticera del lenguaje en todo esto y mucho en el sentido peyorativo, cuando la auténtica realidad es que si a algo le rinde pleitesía la sociedad es al consumismo y al petróleo».
Este mismo argumento también viene a la cabeza de Herrero: «El crecimiento económico sí que se ha convertido en una religión. La sociedad occidental y en el proceso de la globalización, la finalidad que ha adquirido casi tintes religiosos es la obtención de beneficios económicos a costa de casi todo»
Lo curioso del debate es que, con contadas excepciones, las grandes religiones no han prestado apenas atención a la ecología. «Es llamativo, pero no hay una postura oficial contundente», apunta Miguel Ferrer. «Para la religión católica la familia parece estar mucho más en riesgo que el propio planeta». Puede que a partir de ahora esto cambie. En un hecho sin precedentes, durante el tradicional mensaje de Navidad, pronunciado desde el balcón central de la basílica de San Pedro del Vaticano, el papa Ratzinger hizo una discreta alusión al problema del cambio climático. Dijo: «En el mundo crece cada vez más el número de emigrantes, refugiados y deportados, también por causa de frecuentes calamidades naturales, como consecuencia a veces de preocupantes desequilibrios ambientales».
Preocupantes desequilibrios ambientales. Toda una novedad dentro de los habituales discursos papales. Como también lo es el hecho de que el Vaticano haya decidido plantar un bosque en Hungría para compensar o neutralizar sus emisiones de CO2, al igual que muchas grandes empresas. Tanto unos como otros, ¿lo hacen movidos por un sentimiento auténtico de respeto al planeta o como una forma de publicidad?
Juan Negrillo insiste en que, aunque no se puede confundir ecología con religión, tampoco se debe dejar de lado el trasfondo filosófico que subyace detrás de los cambios que deberíamos afrontar para frenar el calentamiento del planeta. Para apoyar su argumento, Negrillo pone de ejemplo un relato que tiene toques de fábula: «Un día, un científico del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (formado por más de 2.000 expertos) me contó una historia que me parece que viene muy al caso. Me dijo que cuando el panel empezó a reunirse, hace ya unos 20 años, había en el grupo un anciano científico japonés que en una de las reuniones intervino y dijo ‘los científicos hemos constatado que existe un problema de emisiones, pero no lo podemos resolver. Puesto que el CO2 lo producen las máquinas, tendremos que llamar a los ingenieros. Estos, a su vez, dirán que existe la tecnología necesaria para solucionar el problema, pero que cuesta dinero, así que se llamará a los economistas. Los economistas harán sus cálculos y dirán que, para conseguirlo, habrá que cambiar nuestro actual modelo social basado en el transporte, el derroche energético… así que se llamará a los sociólogos. Éstos, a su vez, dirán que es un problema de escala de valores que ellos no pueden resolver, así que se acudirá a los filósofos para que nos digan qué valores deberíamos poner nuestro empeño e interés».
Muchos de los puntos que anunciaba este anciano sabio se han ido cumpliendo. Los ingenieros llevan años estudiando alternativas. En 2006, el economista Nicholas Stern calculó el impacto del calentamiento global sobre la economía mundial. Que nuestro modelo social falla, ya lo hemos asumido. Puede que le esté llegando al turno a los cuestionamientos filosóficos, y de ahí que ecología y espiritualidad parezcan ahora más cerca que nunca. (DIARIO EL PAÍS)