Los 27 instan en la Declaración de Roma a trabajar en “una Europa segura y protegida”, con “fronteras exteriores protegidas y una política migratoria eficaz” y “fuerte en la escena mundial”.
“La victoria de Le Pen sería el final de Europa, pero el euro parece el penal de Alcatraz”. Aimée, estudiante de 23 años, ametrallaba el sábado consignas contra casi todo en una de las manifestaciones alrededor del Campidoglio, en Roma, donde los líderes europeos celebraron el 60º aniversario de una UE estremecida por el adiós de Reino Unido. Protegidos por un formidable dispositivo de seguridad, los jefes de Estado y de Gobierno reivindicaron la unidad europea, ya sin Londres, con la firma de una declaración solemne. Y arremetieron contra los nacionalismos ante el temor de que Francia (o Italia) acentúen la pesadilla populista.
Tras la caída del Muro, el centro geográfico de Europa se ha situado en los lugares más variopintos: un mercado lituano, una granja francesa, un pequeño pueblo belga. El epicentro de la Unión regresó este sábado a las esencias, al Palazzo dei Conservatori romano: los líderes, ya sin la británica Theresa May, eligieron la misma sala en la que se firmó el Tratado de Roma, hace 60 años, para reivindicar la unidad europea tras el doloroso Brexit que se avecina. Los jefes de Estado y de Gobierno firmaron una declaración solemne que quiere ser una especie de acta de nacimiento de la nueva Europa a Veintisiete. Y cargaron contra las tentaciones nacionalistas, conscientes de que el portazo del Reino Unido es solo la máxima expresión de una vieja revuelta política: los Farage, Le Pen, Wilders, Petry, Salvio y compañía —los ultras y populistas del continente, en suma— son un tremendo desafío para la construcción europea.
“Europa es nuestro futuro común”. Así se cerraba la Declaración de Berlín, que conmemoró medio siglo de paz. Y así termina también la Declaración de Roma, suscrita el sábado en la bellísima sala de los Horacios y los Curacios. En medio de esos dos textos de idéntico final hay una década de crisis que ha fracturado Europa de Norte a Sur (tras la crisis del euro) y de Este a Oeste (por la crisis migratoria), y que sobre todo ha alargado la distancia entre ambos lados del Canal. Reino Unido se va. Su primera ministra, Theresa May, ni siquiera asistió al acto a apenas unas horas de la petición de divorcio. Paradojas: la primera salida del club en seis décadas redobló el llamamiento a la unidad, imprescindible ante los desafíos que encara el continente a largo, a medio y también en el corto plazo, con las presidenciales francesas y, sobre todo, con una situación política y socioeconómica potencialmente explosiva en Italia.
Para describir someramente la policrisis europea haría falta una sábana de matrimonio. Pero el millar de palabras de la declaración del 60º aniversario deja meridianamente claras las líneas de falla. La UE tiene ante sí “un desafío sin precedentes”, dice el texto: la crisis del euro no se ha cerrado, la crisis migratoria y de refugiados sigue dando coletazos, Europa necesita imperiosamente reforzar la unión de la defensa y la seguridad y, finalmente, el continente es consciente de que debe robustecer la inexistente unión social, a la vista del desempleo, la pobreza y las desigualdades rampantes. Esos son los cuatro objetivos para los 10 próximos años.
Pero más allá de los deseos expresados con el tono pomposo de las grandes ocasiones, el texto funciona como una doble llamada de atención. Una: la Unión no puede permitirse el lujo de ir tirando sin más, como ha hecho últimamente; el texto constata que Europa avanzará “a distintos ritmos cuando sea necesario”, pese a que esa apelación a las geometrías variables, las distintas velocidades, los círculos concéntricos o como quiera llamarse al método de gobierno que impulsan Alemania y Francia ha levantado una pequeña polvareda. Y dos: Europa sabe que está perdiendo a la gente. “Somos conscientes de las preocupaciones de los ciudadanos”, dice la declaración; el presidente de la Eurocámara, Antonio Tajani, habló a las claras de “desapego”.
Miles de europeos salieron a la calle en Roma para demostrarlo en varias marchas que se toparon con un formidable dispositivo policial, que aun así no permitió acallar un secreto a voces: Europa tiene fervorosos seguidores —visibles incluso en Londres—, pero ya jamás será una idea sin detractores. Las encuestas apuntan por ahí desde hace años. La crisis ha destapado el eurodesencanto. Hasta el Papa dice que la UE “corre el riesgo de morir”.
Creación de empleo
Los líderes respondieron con un aparato declarativo abrumador. “Europa no son eslóganes, reglas y procedimientos: garantiza la libertad, la dignidad, la democracia”, dijo Donald Tusk, presidente del Consejo. “Nos hemos frenado”, criticó el anfitrión, el italiano Paolo Gentiloni, “corremos el riesgo de perder a la gente”. Gentiloni y el jefe de la Comisión, Jean-Claude Juncker, dejaron las mayores cargas de profundidad al alertar contra las renovadas “tensiones nacionalistas”. Juncker pidió a los franceses que se lo piensen dos veces antes de votar a Le Pen. Y François Hollande dejó un recado para Londres: “Pagará las consecuencias del Brexit”.
La nómina es espectacular —Tusk, Juncker, Tajani, Gentiloni, Hollande, y tutti quanti—, pero nunca hay que olvidarse de quien manda de veras. La canciller Angela Merkel adoptó un desacostumbrado perfil bajo y apenas hizo una referencia a la mil y una veces mencionada “unidad”, para después dejar 10 palabras que lo dicen todo: “En el futuro, tendremos que ocuparnos del empleo”. El paro está por debajo del 5% en Alemania, pero roza el 10% en toda Europa, con picos en torno al 20% en Grecia y España, con un desempleo juvenil que supera el 40% en algunas regiones. Muy lejos de ese “en el futuro”, manifestantes como Aimée rugieron en las calles durante horas: difícilmente entienden que Europa deje ese problema para más adelante, como dice Merkel, cuyo país está viviendo una crisis estupenda. Aunque esa es otra historia.