Por Paloma Baldi
Dicen que fueron 170 mil, pero el afán de cuantificar a aquellos a los que no les importan los números se disuelve en la memoria de esa misa, la más grande de la historia.
Fueron uno. Uno que caminó, corrió, viajó, que no durmió, por ritual o por ansiedad. Uno al que el cuerpo entero se le enfrió al pisar Gualeguaychú. Fueron uno que se embarró, se mojo y siguió caminando a paso no tan firme pero constante, en esa peregrinación infinita que se convirtió en lección para los que creen en los porqué, los comienzos y los finales.
La misa de esos indios no tiene explicación ni pretende tenerla. Es miles de gargantas, ásperas por el humo y la bebida siempre helada, que se emocionan en un mismo momento y a las que no les queda más remedio que gritar, saltar y seguir. Siempre en movimiento.
Los rincones de una ciudad proyectada colonial parecían no dar abasto para ese ritual de remeras de todos los colores con una misma identidad y desbordados por una fila inmensa que avanzaba sin fin hacia un lugar desconocido, se teñían de colillas, humo blanco y esas botellas de Coca-Cola repensadas como vasos grandes, para muchos. Todo es para muchos y en esta ceremonia hubo para todos.
El frío matutino fue el primer indicador de la ceremonia. Micros, combis, autos, bicicletas, motos y pies desfilaron en el pasillo eterno del ofrecimiento, de recuerdos y comida, que se desdibujaba cuando el estribillo de alguna canción convocaba al pogo.
Los miraban desde las ventanas, las teles y los helicópteros pero no les importó porque ellos no quieren ser contados, quieren ser cuento. Hacen su camino. Es un corte que los atraviesa a todos, no importa el frio, no importa la lluvia, no importa más que ese show que no lo hace uno, lo hacen todos siendo uno.
Al hipódromo llegaron siguiendo al primero, no se cuestionan en qué dirección caminar. Confían y llegan; y aunque pareciere que nada puede hacerlo, es parte del ritual que siempre haya una sorpresa: en Entre Ríos el viento de río y la tormenta de la noche anterior había dejado al potrero como un piletón de barro.
Los pibes llegaron embalados pero frenaron de golpe y se empezaron a tironear hacia atrás para advertir el desmadre:
– ¡A la izquierda, siempre a la izquierda! – gritaba una voz gastada que intentada guiar a la multitud y su grito se replicaba a lo lejos cual eco. De a poco de avanzaba.
Al principio choca, pero se sigue. Con asco metieron las patas en los primeros caminos impenetrables por el barro, exclamaron que “No, no y no” y que “no puede ser”, pero una vez mojadas las zapatillas se avanzó por y hacia donde se pudo para mirar al frente, pechito en alto, las luces se estaban por apagar.
“Nike es la cultura” invadió el canto de “vamos los Redó” y convirtió a todos en un salto único, el más grande de la historia del rock en vivo argentina. Tembló Gualeguaychú desde “Blues de la libertad”, pasando por “Nadie va a escuchar tu remera”, hasta “La pajarita pechiblanca” interpretada por tres redonditos juntos, que emocionó a esas almas y las dejó a la espera del pogo más grande del mundo, que cada vez crece un poco más.
El Indio le dijo que los medios estaban muy ocupados con la política, que se cuidaran. Recordó que era el aniversario de fundación de Madres de Plaza de mayo, mencionó a los 21 desaparecidos de la ciudad, y antes de “To beef or not to beef” recordó de nuevo lo importante que era estar acá y cerró: “la memoria sigue viva” y la esbozó como un tesoro que no podían quitarnos.
“Ji ji ji” los fundió de barro viento y memoria, explotó la intensidad que traía esa correntada de personas y las dejó a la espera de poder sorprenderse siempre de nuevo. A la salida los esperaban los afiches de las agrupaciones que hoy militan la memoria, la verdad y la justicia: el del Movimiento Evita “Nos merecemos bellos milagros y ocurrirán” y los de La Cámpora “Un último secuestro, tu estado de ánimo” y “Vivir solo cuesta vida”.
Ojos rojos y brillosos miraron los fuegos artificiales, le agradecieron como pudieron y marcharon, siguieron marchando. Siguen hasta volverse a encontrar.