domingo, abril 13, 2025

Agro, Opinión

Nos miran de reojo…

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Héctor Huergo (Clarín)

Hace diez días, el ministro de Economía Luis Toto Caputo sorprendió con la decisión de bajar un 20% las retenciones de los principales productos agrícolas.

La medida fue bien recibida, pero no le gustó a nadie la vigencia temporal. Dura hasta el 30 de junio, lo que demostraba palmariamente que la razón última era acelerar el ingreso de divisas, forzando una liquidación de la cosecha lo antes posible.

Comentamos esto en varias notas, enfatizando en que esto tenía reminiscencias de “retenciones móviles”, que podrían moverse de acuerdo a las necesidades fiscales en este caso. Y remarcábamos que era una pésima señal para el sector.

Todo lo que va mal, empeora, decía el inolvidable Alberto Hardoy. Y sucedió: la semana pasada Caputo recibió a la mesa de enlace, acompañado por el secretario de Agricultura, Sergio Iraeta, y volvió a la carga con la misma mulatilla: los derechos de exportación son un mal impuesto (Milei dice siempre que son un robo), pero que se van a sacar “cuando se pueda”. El poncho no aparece. Hasta aquí nada nuevo.

Pero agregó un matiz. “Llovió, así que van a tener una buena cosecha”. Otra vez las retenciones móviles sobre el tapete. Para Kirchner-Lousteau el justificativo fue la suba de los precios internacionales. Cinco años antes, para Duhalde-Remes Lenicov, había sido el “overshooting” del dólar cuando se abandonó la convertibilidad, y se les disparó de 1 a 4 dólares. Para Macri-Dujovne, con los ruralistas Etchevehere y Del Solar en la secretaría de Agricultura, fueron las necesidades fiscales. Mortal, porque desde entonces quedó instalado que los DEX son indispensables para la solvencia fiscal.

Pero hay algo más preocupante y a la vez, paradójico. De un lado, los hechos resaltan la importancia clave del sector agroindustrial en la macroeconomía. Y del otro, hay un trato desdeñoso, amparado quizá en la pérdida de potencia de la imagen que tenía el campo como palanca de desarrollo. Al menos, en relación con otros sectores a los que la sociedad parece percibir como más plausibles. Los grandes referentes económicos y políticos se llenan la boca con Vaca Muerta y la minería. La agroindustria está ahí como para ayudar en la transición, hasta que eclosione la nueva quimera.

Cuidado. Todo bien con desarrollar a pleno el potencial gasífero, el shale oil, el litio, el cobre y lo que venga. Algunos en el sector agropecuario lo ven como positivo, ya que –especulan—de esta manera habrá otros recursos y dejarán algo en paz al campo. Error de concepción. Nadie va a estar cómodo en un modelo en el que se perfila una espada de Damocles sobre el cogote de los inversores del “nuevo modelo”. Pero todas las expectativas en los viajes del presidente Javier Milei, o de los funcionarios que salen a buscar negocios, están puestas en las grandes inversiones posibles en estas áreas. Inversiones que, por otro lado, son fundamentales para ponerlas en marcha.

Entonces aparecen los RIGI y las reglas a medida para poner estas inversiones a resguardo de nuestras históricas volteretas. Mientras tanto, el sector agroindustrial genera 30.000 millones de dólares todos los años “con lo que hay”. Si sumamos lo que vende en el mercado interno (por ejemplo, el 80% de las proteínas animales que produce, otros 15.000 millones de dólares entre carne vacuna, aviar, lácteos, panificados, etc), es tres o cuatro veces lo que puede esperarse de la minería o petróleo y gas.

El presidente dijo además que el futuro no es la industria sino los servicios. El agro es un extraordinario generador de servicios. Por ejemplo, de transporte. Terrestre, fluvial y marítimo. Puertos, dragados, camiones, mecánicos, estaciones de servicio, comedores ruteros. Encima, absolutamente federal y atomizado. Hoteles. Ni hablar de las economías regionales. El vino, que es agro, industria, turismo, imagen país, como la carne vacuna, el maní, el arroz.

Para el sector, es el momento de hacer un enorme esfuerzo para recuperar la imagen de sector solución, antes que sector problema. Hay propuestas. Surgen iniciativas como la de FADA que comentamos la semana pasada. Se puede salir del esquema de la exacción vía retenciones por algo más plausible, sin desfinanciar al Estado.

Pero el Gobierno parece atrapado en la línea de confort frente a un sector que tiene paciencia infinita. Y esta paciencia significa un enorme costo de oportunidad, por el lucro cesante de una producción estancada.

La estructura está golpeada, pero todavía vivita y coleando. En un mes tenemos Expoagro. Va a ser imponente. Todos los espacios vendidos. Se viene algo grande, en el medio de una crisis también grande. Pero hay mucha potencia con ganas de desplegarse. A pesar del regusto amargo de las dilaciones de un Gobierno que lo sigue mirando de reojo.