El ganador de cinco Champions con el Madrid anuncia su retirada tras llevar a Gales al primer Mundial desde 1958.
Steven Cherundolo celebró el último gol de la tarde con una confesión brutalmente honesta. “Ahora ya todos sabemos que puede correr”, dijo, señalando a Gareth Bale, autor del 1-4 ante el Real Salt Lake, después de un sprint que sorprendió a propios y extraños.
Sobre todo a propios, ya que la plantilla del Los Angeles FC no estaba muy segura de que aquel viejo tren de mercancías pudiera poner en marcha la maquinaria que —cuentan— correspondió a un tren bala.
En los entrenamientos, sus compañeros solo habían visto al galés desplazarse con la pesada lentitud que señala el ocaso. Pero aquella tarde de agosto de 2022, a comienzos del torneo regular en la Major League Soccer, ante los 20.000 aficionados del estadio de la ciudad del Gran Lago Salado, la leyenda que conquistó cinco Copas de Europa —solo 18 jugadores en la historia lo han logrado y uno de ellos es Nacho— exigió a su carrocería un esfuerzo supremo que resultó el penúltimo.
Bale no volvió a marcar nunca más en la liga regular de Estados Unidos —tampoco volvió a jugar con asiduidad, ya que apenas disputó dos partidos de doce como titular— y reservó su aparición postrera para meter el gol que aseguraría la tanda de penaltis en la final, ganada ante el Philadelphia Union en vísperas del Mundial.
Cumplido el ritual de la Copa del Mundo de Qatar, estación termini de 17 temporadas de profesionalismo, Bale hizo lo que tenía pensado hacer desde hace años, según indican fuentes de su agencia de representación. Este lunes el galés de 33 años empleó Twitter para comunicar lo que todos sus amigos esperaban que hiciera de un momento a otro. “Después de una cuidadosa y sopesada consideración, anuncio mi retirada inmediata”, declaró.
Habían transcurrido cuatro años y medio desde que Florentino Pérez, presidente del Real Madrid, le entregó el cetro de Cristiano Ronaldo. Tras la final de la Champions conquistada en Kiev, el club resolvió dejar marchar al portugués para poner en su sitio a Bale. La transición se inició en 2016, con un contrato que preveía el cobro de un salario al que se consolidarían los premios por títulos: en total, más de 20 millones de euros netos por temporada. La directiva del Madrid creyó que lo merecía. Si aquel muchacho esbelto y dolicocéfalo había metido goles en tres de las cuatro finales de Champions ganadas por el club desde 2014, no podía ser por casualidad, por más que Zidane no dejara de insistir en que le traspasaran. Cuando por fin Bale se hizo con la bandera del equipo, en junio de 2018, el que dimitió fue Zidane.
Despejados los obstáculos que se interponían ante su ambición, comenzó su calvario. Obligado a ejercer de referente, su espléndida zancada de vallista, su agilidad de decatleta y su pegada industrial, pasaron de ser una herramienta útil en el orden sostenido por Benzema, Modric, Kroos y Cristiano, a convertirse en un poder insuficiente. Sin la actividad cognitiva que caracteriza a los futbolistas consistentes, sometido a la máxima exigencia sus aptitudes se disiparon. Le faltó regularidad y vocación. Como dijo Zidane cuando le despidió en 2020: “Tengo a 25 jugadores y lo más importante es que compitan”.
Claustrofobia
Los pronunciamientos públicos del fútbol de primer nivel no permiten más claridad. Bale no competía como quería Zidane. Lo primero que hizo el entrenador francés cuando el club le pidió que regresara, en 2019, fue sugerir a la directiva que lo mejor que podía hacer Bale era cambiar de aires. Por entonces, el jugador no estaba bien. Venía de acumular 22 ausencias en la Liga 18-19. Los médicos señalaron que sus músculos —especialmente los sóleos y los gemelos— se rompían porque estaban estresados tras años de largas caminatas diarias por los campos de golf madrileños. “Mentalmente siempre ha sido el sitio donde alejarme de la burbuja del fútbol”, confesó, cuando le preguntaron por el golf, su verdadera pasión. Para Bale, el fútbol tuvo connotaciones claustrofóbicas.
Cedido en el Tottenham, comprendió que su pesado cuerpo de más de 80 kilos, tantos meses parado, ya no sería fácil de poner a punto. Tenía 31 años y los preparadores del Tottenham tardaron seis meses en lograrlo. Cuando en enero de 2021 volvió a repetir sprints con cierta soltura no fue por mucho tiempo. Las molestias físicas se reproducían con cadencia incontrolable. Nominalmente, seguía siendo futbolista. Biológicamente, no.
Llegó al Madrid en 2013 previo pago de 100 millones de euros al Tottenham. La condición de jugador más caro de la historia le pesó casi siempre, nunca en las finales. Levantó la última Champions sin disputar un minuto en París. Concluido su contrato fichó por Los Angeles FC con la intención nunca confesada de prepararse para el Mundial. Jugó, metió un gol de penalti, empató un partido y perdió tres, el último, un Gales-Inglaterra.
“Seguiré jugando mientras pueda”, anunció, con la boca pequeña, antes de abandonar Doha. Acababa de conducir a Gales a su primera Copa del Mundo desde 1958. Era un héroe nacional. No volvería a ponerse las botas nunca más.
“Paso página con ganas de ver el próximo capítulo de mi vida”, sentenció en el comunicado de su despedida, impregnado de un insoslayable tono de felicidad.
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