El dolor es una sensación y por tanto no puede ser medido; sólo uno mismo conoce cuánto le duele algo. Sin embargo, la importancia del dolor es tal que en la actualidad tiende a ser incorporada como la cuarta constante –unida a la temperatura, el pulso y la presión arterial– para saber el estado de un paciente. Su razón de existir es la de avisar al organismo sobre la presencia de problemas en algún nivel.
Qué es el dolor
En efecto, cuando se está produciendo algún tipo de agresión o lesión en cualquier lugar de nuestra economía, unas terminaciones nerviosas especiales se encargan de dar la voz de alarma al sistema nervioso que es el controlador central del organismo.
Se trata de terminaciones nerviosas capaces de detectar cambios en la temperatura, en la presión, en las vibraciones… Se estimulan además cuando en la zona cercana a ellas aparecen determinadas sustancias. Se trata de moléculas liberadas en respuesta a diferentes procesos como la inflamación en los que se produce lesión de los tejidos.
El dolor es por tanto una vivencia personal imposible de trasmitir. De ahí que la tolerancia al mismo varía mucho entre las personas e incluso en el tiempo. Dependiendo de las circunstancias un mismo sujeto puede reaccionar o aceptar de forma diferente la misma intensidad dolorosa. Todo dependerá de si está o no preparado para ello, de la velocidad de instauración o de la existencia o no de otros estímulos emocionales simultáneos.
No todas las partes de nuestro organismo son capaces de generar sensaciones dolorosas. Sólo nos duelen aquellas zonas en las que existen terminaciones nerviosas con esta función específica. Por ejemplo, las vísceras huevas como el estómago el intestino o la vejiga no tienen este tipo de inervación en su interior.
Por eso una úlcera de estómago no tiene por qué doler. La ‘cosa’ cambia cuando el estímulo alcanza otras zonas donde sí existen nervios de este tipo: todas las vísceras poseen una cubierta exterior dotada de terminaciones susceptibles al dolor. Cuando la lesión alcanza este punto nos enteramos rápidamente.
Lo mismo ocurre con las vísceras macizas (hígado, riñón o pulmón), los huesos o el propio cerebro. Los problemas en estos órganos sólo duelen cuando alcanzan a su capa de recubrimiento: serosa, periostio o meninges, respectivamente, que sí poseen la inervación adecuada.
FUENTE: «EL MUNDO (ESPAÑA)»
Textos de Javier Marco y Raquel Barba
Ilustraciones: Eugenio Arrogante / Diseño: Ana Muniesa
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