Una nueva oleada de protestas en varias ciudades de Brasil a un mes del Mundial de Fútbol ha aumentado la preocupación del Gobierno de Dilma Rousseff, que teme que las marchas se intensifiquen en los próximos días, con más sectores, como el de los funcionarios, sumándose a las movilizaciones. La presencia de varios sindicatos en las recientes protestas fue una novedad que indica que ya no son solo grupos espontáneos de ciudadanos los que toman las calles, como sucedió durante los disturbios de junio del año pasado, según explica Fábio Milani, doctor en comunicación por la Universidad Federal de Río de Janeiro
“Hay un salto cualitativo debido a que grupos organizados ya se han involucrado en los movimientos de ciudadanos descontentos, que hasta ahora iban cada uno por su lado”, afirma Milani. Al menos un centenar de organizaciones gremiales se unieron a la protesta bautizada ‘Copa Sem Povo: Tô na rua de novo!’ (¡Mundial sin el pueblo: estoy en la calle de nuevo!), con el Manifiesto del 15-M (plataforma creada contra la celebración del Mundial) como proclama, con el que se intentó atraer manifestantes a través de las redes sociales.
El Mundial ha crecido como elemento catalizador para una serie de demandas que los manifestantes querían ver estampadas en los titulares de la prensa internacional, lo que explica los carteles en inglés, como el lema Tourist, don’t come to the World Cup, danger country. A pesar de la intensidad de las imágenes, las manifestaciones no llegaron a crear un clima de pánico generalizado porque ya no pillaron a las autoridades de Brasil por sorpresa, como sí ocurrió el año pasado. Según los datos publicados por el diario O Globo, el jueves se registraron 21 protestas en 20 ciudades del país, algunas de ellas con apenas 50 personas, como en Salvador, la capital de Bahía, y otras, como la de la avenida Paulista, escenario de protestas de São Paulo, que reunió cerca de 1.200 personas el jueves por la noche.
Desde las marchas de junio del año pasado, cuando millones de personas protagonizaron escenas casi inéditas en las calles de Brasil, el mundo se ha preguntado si volvería a resurgir la primavera brasileña, que denunciaba la corrupción y el desinterés de la clase política. La idea de millones de indignados luchando por tener unos servicios públicos a la altura de las expectativas del gigante latinoamericano parece una utopía para muchos, que concluyen que las protestas de junio “no consiguieron nada”.
Pero algo han conseguido, aunque el número de indignados en las calles sea mucho menor. Una de las reivindicaciones de los manifestantes, por ejemplo, era el archivo inmediato de los proyectos de ley que prevén castigos más rigurosos contra los manifestantes que “generen un estado de excepción dentro de la democracia”, propuestos inicialmente por el Gobierno. De hecho, la presidenta Dilma Rousseff dio un paso atrás y decidió no llevar al Congreso ese proyecto.
En Recife, capital de Pernambuco, la policía militar y los bomberos lograron un acuerdo el jueves para garantizar el diálogo ante sus demandas salariales. Estos profesionales piden un aumento del 50%, bastante más que el 14,55% propuesto por el Gobierno local. La región metropolitana de Recife registró actos de vandalismo que impactaron a la opinión pública, entre ellos, varios saqueos a tiendas aprovechando que los policías estaban de brazos cruzados.
Para el filósofo Renato Janine Ribeiro, las protestas del año pasado fueron más numerosas, aunque menos violentas que ahora. “Este año hay poca gente y más violencia”, observa. Los llamados Black Blocs, enmascarados que protagonizan la destrucción de tiendas y patrimonio público, despiertan la antipatía de los brasileños y acaban alejando a participantes a los que les gustaría engrosar el coro de los descontentos. Estos temen que se repitan escenas violentas, como las de la manifestación del 6 de febrero en Río de Janeiro, cuando el cámara de televisión Santiago Andrade murió a causa de un artefacto explosivo. Otros persisten, como el periodista João Luiz Vieira, de la web Pau para Qualquer Obra, que estuvo el jueves en la avenida Paulista de São Paulo y que resumió en las redes sociales cuál era su motivación en estas protestas de 2014. “Puede parecer paradójico, pero esas manifestaciones festivas, elegantes o vandálicas representan, en realidad, un gran acto de amor por Brasil. Un grito de socorro sin forma, sin agenda, sin lecciones de autoayuda y sin normas de etiqueta”.
Vieira no tiene intención de ver los partidos del Mundial, pero en el país del fútbol hay quienes ya se han cansado de protestar por los gastos exorbitantes del Gobierno en los estadios y empiezan a contagiarse de la euforia del evento. “Las protestas contra el Mundial deberían haber sucedido antes, cuando Brasil fue escogido”, dice Marcela Tuzjian, propietaria de un quiosco en la avenida Paulista. Tuzjian dice estar contra los Black Blocs y a favor del campeonato. El taxista José Eduardo Melin también apoya el Mundial que, desde su punto de vista, trae trabajo al país. “¿A usted no le incomodan los gastos exagerados en los estadios?”. “El problema no es el robo, sino la falta de castigo”, dice.
Esta es la dicotomía que se está viviendo en Brasil a las puertas del gran evento. Poco a poco, a indignación por la mala gestión empieza a ceder ante el entusiasmo de ver a la selección, La Canharina, jugar en casa después de 64 años. Cuál será el sentimiento preponderante a finales de junio dependerá del desempeño del equipo de Felipão en el campo, opina el filósofo Janine Ribeiro. Pero la gente ya ha comenzado a animarse y a olvidar un poco la decepción por las promesas iniciales, como el legado de infraestructuras que iba a traer el Mundial. “La Copa va a ser popular y Brasil debe tener una fiesta maravillosa”, afirma Ribeiro. Que así sea. DIARIO EL PAÍS DE ESPAÑA