Silvio Berlusconi ya no es senador de la República ni podrá volver a serlo en los próximos seis años, o sea, hasta que cumpla 83. Al margen del atrezzo y las bravuconadas —los senadores del líder caído guardaron riguroso luto y denunciaron un «golpe de Estado»—, su expulsión del ámbito parlamentario, en el que se mantuvo de forma ininterrumpida desde hace dos décadas, no se ha producido por una oscura confabulación de las fuerzas del mal. Ni tampoco —es justo reseñarlo— porque le haya faltado jamás el apoyo electoral.
Sencillamente, el líder del centroderecha italiano ha sido expulsado en aplicación de una ley anticorrupción democráticamente votada que prevé la ilegibilidad o, como en este caso, la expulsión del Parlamento de quienes hayan sido condenados en sentencia firme a más de dos años de cárcel. Y, el pasado 1 de agosto, el Tribunal Supremo condenó a Silvio Berlusconi a cuatro años por fraude fiscal en el llamado caso Mediaset.
Los magistrados del alto tribunal, al igual que los jueces de primera instancia de Milán que lo condenaron por abuso de poder e inducción a la prostitución en el caso Ruby, constataron que Berlusconi compatibilizó y mezcló fraudulentamente su vida de político —de segunda autoridad de una gran nación— con la de empresario evasor o corruptor de menores. De ahí que el miércoles 27 de noviembre de 2013 deba de ser subrayado como el día en que la política italiana, tan acostumbrada a protegerse a sí misma, decidiera dar el paso y deshacerse, con la ley en la mano, de quien la ha emponzoñado durante las últimas dos décadas. A las 17.43, Silvio Berlusconi perdía su escaño de senador y, con él, su protección parlamentaria, ese blindaje tan eficaz para quien —como señala la sentencia del caso Mediaset— padece una irrefrenable «tendencia a delinquir».
No es este un asunto menor. Además de la condena firme en el caso Mediaset —por la que no irá a la cárcel, pero deberá descontar un año en servicios sociales—, Berlusconi tiene aún otros feos asuntos pendientes. El ya citado caso Ruby, por el que en primera instancia fue condenado a siete años, un proceso en Nápoles por la presunta compra en 2006 del senador De Gregorio para hacer caer al gobierno de Romano Prodi y, aunque aún está por confirmar, una acusación de la fiscalía de Milán por el supuesto pago a las jóvenes testigos del caso Ruby para que declarasen que las mundialmente famosas noches del bunga bunga eran —chispa más o menos— beatíficas charlas parroquiales. El martes, durante un encuentro con la prensa extranjera, el abogado de cabecera de Berlusconi, el senador Niccolo Ghedini, excluyó la posibilidad de que, tras ser expulsado del Senado, los jueces pudieran aprovechar la pérdida inmediata y matemática de la inmunidad para detenerlo: «Es una hipótesis irreal y absurda, limítrofe con la provocación». Su jefe y cliente, en cambio, no lo tiene tan claro. «Quieren que termine como [el socialista Bettino] Craxi», suele decir, en referencia a su primer padrino, jefe del Gobierno entre 1983 y 1987, fallecido el año 2000 en Túnez, donde tuvo que refugiarse huyendo de los jueces del proceso Manos Limpias.
Durante la amarga tarde de su expulsión, Silvio Berlusconi decidió no acudir al Senado. Nada de extraño. Durante la actual legislatura, las veces que el viejo líder ha acudido al palacio Madama se pueden contar con la mitad de los dedos de una mano. Y una de ellas fue el pasado 2 de octubre, justo el día que el primer ministro Enrico Letta supo ganarle un órdago histórico, provocando una división entre las filas del Pueblo de la Libertad (PDL) que se materializaría pocas semanas después con la traición de su hasta entonces delfín, Angelino Alfano, al frente de un buen grupo de diputados y senadores. Aquel día Berlusconi perdió el veneno. Ahora —con su expulsión del Senado— ha perdido hasta el aguijón. Ya no será más senador y tampoco podrá conservar el título de «Cavaliere dell’Ordine al Merito del Lavoro» —concedido en 1977 por la presidencia de la República—, pero sobre todo ya no tendrá la protección de su condición de parlamentario. A partir de ahora, si alguien, de madrugada, toca a la puerta del palacio Grazioli o de la villa de Arcore tal vez no sea el lechero.
Y ese es un miedo que atenaza a Berlusconi, que en las últimas semanas ha intentado —primero por lo civil y después por lo criminal— obtener una amnistía por parte del presidente de la República, Giorgio Napolitano, quien el pasado domingo eliminó mediante una nota de prensa tal esperanza. Solo le quedaban, por tanto, dos lejanas posibilidades de salir con vida del embate. La primera era que sus senadores —al margen del luto por la democracia y las invectivas contra Napolitano— lograran convencer al resto del Senado de que la ley Severino —aprobada el pasado año por el gobierno técnico de Mario Monti— no se pudiese aplicar con carácter retroactivo. La segunda esperanza —una vez fracasada la primera— es que el voto sobre la expulsión del jefe Berlusconi fuese secreto. ¿Qué pretendían lograr así? ¿Tal vez que algún despiste bien remunerado a la hora de darle al botón del voto? Nunca se sabrá. Los 194 diputados del Partido Democrático (PD), Movimiento 5 Estrellas (M5S) y Elección Cívica (SC) se impusieron a los 114 del centroderecha y la Liga Norte. Silvio Berlusconi ya no es senador. La culpa no la tienen las fuerzas del mal ni la falta de votos. Simplemente esa irrefrenable tendencia suya a delinquir.