Los hallazgos más maravillosos pueden volverse costumbre compulsiva, no hay dudas. A lo que hoy hago referencia es a ese hábito extendido de fotografiar todo cuanto nos ocurre, Todo.
No es sólo cosa de adolescentes que buscan la popularidad entre sus pares a través de sus fotolog, va más allá.
Nosotros, los adultos, estamos también hechizados por la magia de la imagen. ¿Acaso cuando estamos ante un hecho emocionante, bello, público o privado, feliz o desgraciado no lamentamos si olvidamos la máquina de fotos? ¿Acaso no tomamos el celular y, sabiendo que no vamos a conseguir alta calidad fotográfica, igual apuntamos y disparamos hacia el sujeto, objeto o situación en cuestión?
Más allá de la pasión por el arte de la fotografía, lo que se busca es capturar el momento, poseerlo, retenerlo, y a veces, inventarlo.
No estoy en contra de las fotos. Me encanta de vez en cuando hojear álbumes y mirar CD. Instantes, amigos, familia, todos conviven, todos perduran.
El problema, si es tal, radica en la sobredimensión de la imagen. La imagen para el recuerdo es importante, de acuerdo, pero vivir el momento lo es más.
Hace unos días disfruté desde lo más profundo de los sentidos un atardecer fucsia, rosa y lila a orillas del río Quequén, manso como nunca antes. Por un segundo lamenté no tener una cámara para registrarlo. Por millones de segundos, la “foto” persistirá en mi memoria.