jueves, noviembre 14, 2024

Ecología, Nacionales

ECOLOGÍA: Los ritmos de la naturaleza – El Verano

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Por Elio Brailovsky

Vivimos en una sociedad que desconoce los ritmos de la naturaleza. Este aislamiento no es algo que venga del azar. Son los mismos intereses que lucran con la destrucción de nuestro medio natural, quienes han generado este distanciamiento de la naturaleza que caracteriza a nuestro tiempo. Recíprocamente, al percibir nuestra pertenencia al medio natural que nos sustenta, estamos dando el primer paso hacia su defensa.

En Buenos Aires sufrimos una crisis energética porque nadie parece haber registrado la estacionalidad del consumo eléctrico. Y nadie diseñó políticas públicas para usar criterios de diseño bioclimático, como si la energía que se compra fuera la única opción posible y como si no existieran las energías gratuitas de la naturaleza.

Por eso, la insistencia en recuperar y mantener nuestra percepción de los ritmos de la Tierra.

En esta entrega ustedes reciben dos miradas de una misma realidad desde sitios sociales opuestos.

Estamos en la segunda mitad del siglo XIX, en los Estados Unidos. Mary Cassatt es una dama aristocrática, que aquí pinta las distracciones de las mujeres elegantes de su clase, que van al río durante la estación calurosa. Una niña y una joven miran los patos desde una barca al atardecer. Las figuras reciben los ya leves rayos del sol y va creándose a su alrededor una espectacular sinfonía de tonalidades azules y verdes por los reflejos de los árboles sobre el agua.

Samuel Clemens (es decir, Mark Twain) describe la huída de un niño pobre en un bote sobre el inmenso Mississippi. Por la magia del tibio paisaje nocturno, la desesperación que cualquiera de nosotros hubiera tenido en esa situación se transforma en una asombrada serenidad.

Quiero saludarlos en el comienzo del verano. (Y del invierno, para los amigos del Hemisferio Norte).

Un gran abrazo a todos.

«Por encima las estrellas brillaban estupendas, y al lado del pueblo pasaba el río, que medía toda una mi­lla de ancho y que corría grandioso en silencio. Vi pedazos de ramas y otras cosas que bajaban flotando y algunas cor­tezas de árbol, así que comprendí que el río había empe­zado a subir. Pensé que de haber estado en el pueblo me lo habría pasado estupendo. La crecida de junio siempre me traía suerte, porque en cuanto llega esa crecida bajan ma­deros cortados y pedazos de balsas de troncos: a veces una docena de troncos juntos; así que no hay más que sacarlos y vendérselos al aserradero y los carpinteros.

«Estaba bastante cansado y sin darme cuenta me quedé dormido. Cuando me desperté no supe durante un mo­mento dónde estaba. Me senté y miré a los lados, un poco asustado. Después me acordé. El río parecía tener millas y millas de ancho. La luna brillaba tanto que podían con­tarse los troncos que bajaban a la deriva, negros y silen­ciosos, a cientos de yardas de la orilla. Todo estaba en un silencio total y parecía ser tarde, olía a que era tarde. Ya sabéis a qué me refiero… No se con qué palabras decirlo.

«Al momento siguiente iba río aba­jo, en silencio pero rápido, a la sombra de la ribera. Reco­rrí dos millas y media y después me aparté un cuarto de milla más hacia el centro del río, porque en seguida iba a pasar por el desembarcadero del trasbordador y podía verme gente y llamarme. Me puse entre las maderas que bajaban a la deriva y después me tumbé en el fondo de la canoa y dejé que ésta flotara sola. Allí me quedé, descansé bien y me fumé una pipa, contemplando el cielo; no había ni una nube. El cielo parece siempre tan profundo cuan­do se echa uno de espaldas a la luz de la luna; nunca me había dado cuenta hasta entonces. ¡Y cuántas cosas se oyen de lejos en noches así! Oí a gente que hablaba en el desembarcadero. Y oí lo que decían: cada una de sus pa­labras».

Mark Twain: Las aventuras de Huckleberry Finn, 1885.