Por Antonio Elio Brailovsky
La lista de agresiones ambientales de los últimos tiempos es interminable. Sin duda la peor es la negligencia criminal de quienes deberían ocuparse del saneamiento de uno de las peores situaciones ambientales del mundo, la contaminación del Riachuelo. No se entiende por qué siguen en libertad funcionarios y empresarios responsables de dañar la salud de miles de personas.
Pero hay otras muchas: las trampas a la Ley de Bosques en Córdoba y a la Ley de Glaciares en San Juan, los loteos en una reserva ecológica en El Bolsón, la falta de prevención de incendios forestales, la continuación de la construcción de centrales nucleares, el enorme poder político de las petroleras, que tienen su propio Ministro en Argentina y dentro de unos días, lo tendrán en Estados Unidos.
Por detrás de todo, la sombra ominosa de un Presidente norteamericano que considera al ambiente como un obstáculo para la realización de sus negocios.
Esta impunidad criminal tiene un punto de apoyo en la cultura: millones de personas están convencidas de que las tecnologías que desarrollan las grandes empresas pueden solucionar los problemas que ellas mismas generan.
Esta ilusión se vincula con la creciente artificialización del entorno y el distanciamiento del medio natural al que pertenecemos y nos soporta.
Por eso mi insistencia en recordar los ritmos de la naturaleza.
Las alegrías de mi infancia las hallé fuera, en mis escasas, demasiado escasas, escapadas lejos de la casa familiar.
¿Los mejores recuerdos que conservo de aquella época?
Tres años seguidos, durante las vacaciones de verano, fui con mis abuelos maternos a un pueblo de alta montaña, no lejos de aquel lugar encantador que llamamos allá Canat-Bakich, el Canal de Baco. Cada día, nada más despertarnos, mi abuelo y yo subíamos a pie hasta la cumbre, llevando sólo bastones y algo con lo que apaciguar el hambre: fruta y bocadillos.
Después de dos horas de escalada, llegábamos a una cabaña de cabreros, construida en tiempo de los romanos, según decían, pero que carecía de esplendor antiguo alguno; era sólo un refugio de piedra sin labrar, con una puerta tan baja que hasta yo, a los diez años, tenía que agacharme para entrar. En el interior, una silla de patas tambaleantes con la rejilla destrozada, y olor a cabra. Pero, para mí, era un palacio, un reino. No bien llegábamos, me instalaba allí; mi abuelo se sentaba fuera, en una piedra alta, apoyándose con las dos manos en el bastón. Me dejaba entregado a mis ensueños.
¡Dios mío, qué ebriedad! Navegaba entre las nubes, era el amo del mundo, sentía en mi vientre los cálidos júbilos del universo.
Y cuando el verano terminaba y yo volvía a bajar a tierra, mi dicha se quedaba allá en lo alto, en la cabaña. Me acostaba cada noche en nuestra amplia casa, bajo los cobertores bordados, rodeado de tapices, de sables cincelados y de aguamaniles otomanos, pero sólo soñaba con la choza de los pastores. Por cierto, aún hoy, en la otra vertiente de la vida, cuando vuelvo a ver en sueños el territorio de mi infancia, lo que se me aparece es aquella cabaña.
Fui allí tres años seguidos, a los diez, a los once y a los doce. Después, el encantamiento se rompió. Mi abuelo tuvo algunos problemas de salud y le desaconsejaron aquellas largas escaladas. A mí, sin embargo, me seguía pareciendo vigoroso, con el pelo tan negro y el hirsuto mostacho más negro todavía, sin la menor hebra de plata. Pero se trataba de un abuelo, y nuestras chiquilladas no le hacían ningún bien. Tuvimos que cambiar nuestro lugar de veraneo. Fuimos a hermosos hoteles con piscinas, casinos y veladas de baile, pero yo había perdido mi reino infantil.
Amin Maalouf: “Las escalas de Levante”. Alianza Editorial, Biblioteca Maalouf. 2010