Son los curas villeros del conurbano, los «caballeros derrotados de una causa invencible», como los define el padre Jorge, uno de ellos. Cinco sacerdotes que decidieron meterse en el barro y se encontraron con la droga en algunas de las 796 villas del Gran Buenos Aires.
En cada adicto el padre Diego ve a un hermano: él perdió a dos de sus hermanos de sangre a causa de las drogas. Cada adicto que recupera en las villas de Quilmes lo ayuda a mitigar el dolor de aquellas pérdidas.
Basilicio, el padre Bachi, vive hace 37 años en La Matanza. Eligió ser el párroco de Villa Palito, aunque su misión se extiende a otros asentamientos de la zona: San Petersburgo y Puerta de Hierro. No le teme a la violencia, a la marginalidad ni a la pobreza. Pero le duele cada vez que un pibe muere por sobredosis o alcanzado por una bala.
El padre Diego perdió a dos de sus hermanos de sangre a causa de las drogas
José Di Paola llegó hace dos años a La Cárcova. Fue a vivir a esa villa, la más desprotegida de San Martín, después de un autoexilio forzado en Santiago del Estero por las amenazas del narcotráfico. El padre Pepe no se quería ocupar de los adictos. Pero en la villa 21, donde inició su carrera sacerdotal, entendió que su misión evangélica no sería completa sin ayudar a los consumidores desamparados. Ahora tiene en La Cárcova un centro de atención para los pibes devastados por la adicción.
El padre Francisco dejó Europa, donde nació hace 50 años, para vivir junto a los desposeídos de América latina. Cambió Málaga por La Matanza. Y más tarde llegó a Isla Maciel, donde vive hace una década. Está convencido de que «ningún pibe nace para chorro». Él está ahí para ayudar a esos chicos y a sus madres, muchas de ellas mujeres golpeadas por hombres alcohólicos.
Jorge tiene un centro de día en La Cava. Inició su trabajo sacerdotal allí, en San Isidro. El padre Jorge estuvo nueve años en otro asentamiento precario, pero volvió. Una vez por semana va a visitar presos. Muchos de los pibes que consumen terminan en la cárcel, afirma, o en el cementerio.
El padre Diego Morinigo era coadicto. En la comunidad de rehabilitación que funciona en Bosques, a los familiares de los consumidores les llaman así: coadictos. «Tengo dos hermanos que murieron por consumo de drogas y uno que se recuperó. La vivencia y el dolor me ayudaron a hacer un cambio», dice.
Muchos de los pibes que consumen terminan en la cárcel, afirma, o en el cementerio.
A los 18 se fue a misionar a las provincias; once años después volvió a su San Francisco Solano natal y se dio cuenta de que su hermano mayor estaba cada vez más metido en la droga. «No sé qué ni cómo, pero quiero servirte en esto, Señor», rezó en ese momento. Al principio visitó como familiar un grupo de autoayuda. Después consideró que tenía que capacitarse y se anotó en la Tecnicatura en Prevención de la Drogadependencia de la Universidad del Salvador. Ahora dedica todas sus horas a ofrecer espacios para que los chicos dejen la marihuana. «Si cada uno de los que vive acá son mis hermanos, intento que no se mueran», insiste.
Todos los días recorre las calles y pasillos de los barrios de Quilmes y Florencio Varela, y se sienta a hablar con los pibes en las esquinas. Este hombre de 40 años logró lo que le parecía imposible: convertir a los transas, los que venden. «Antes caminaban las calles para meter a los pibes en la droga; hoy tratan de ayudar a otros para que salgan.»
Varios narcos lo tienen en la mira. Ha recibido amenazas, pero, tomando más recaudos, no deja nunca de parar en las esquinas, de ofrecer un lugar distinto, un hogar. «La amenaza más grande es cada paso que damos. Hay lugares en los que sólo nos queda ponernos en manos de Dios», explica.
A esos vecinos marginados que visita, el padre Diego les lleva un mensaje: «Dios te ama, y aquí estoy yo».
Pero él está solo. A su hogar no llega la Secretaría de Salud Mental y Atención de las Adicciones, que cuenta con 215 centros prevención en toda la provincia. Esta secretaría que posee 196 camas de internación para adictos, administra un presupuesto de 180 millones de pesos por año. «Pero necesitamos más recursos», admite Carlos Sanguinetti, el funcionario a cargo de esta área del gobierno bonaerense.
El dinero del Estado provincial sí llega a la Casa del Buen Samaritano, que fundó Basilicio Brítez Espínola, el padre Bachi. «Hemos aprendido mucho de los curas -dice Sanguinetti-. Antes teníamos los CPA [Centro de Prevención de las Adicciones] en cada comunidad. Ellos están en los barrios. Ahora el que llega se atiende. Bachi no pregunta. Cuando llega un adicto sólo dice «Pasá y te quedás»».
Cada chico tarda un año en dejar de consumir. Los que venden se ríen de nosotros… en ese tiempo entran en la droga pibes por toneladas
Bachi, vive en Villa Palito desde que tiene diez años. No torció su destino una vez que fue ordenado sacerdote: salió de la villa y volvió a la villa. De sus calles rescata a chicos consumidos por el paco. En la Casa del Buen Samaritano contiene a 32 pibes que siempre vivieron en las drogas. Su misión es devolverlos a la vida. No tiene miedo a represalias: «Cada chico tarda un año en dejar de consumir. Los que venden se ríen de nosotros… en ese tiempo entran en la droga pibes por toneladas», dice.
Una casa para contener
Pese a que el camino es duro, Bachi está a punto de cumplir un sueño: abrir una casa para contener a mujeres drogadependientes. «Hay muchas chicas que consumen y pocos lugares para ellas», sostiene. El paco es lo que más destruye a los niños y jóvenes del barrio. Y las mujeres son, acaso, las que hasta ahora estuvieron más postergadas. «Pronto vamos a abrir una casa para diez mujeres en situación de consumo. El infierno de la droga es siempre algo secundario. Siempre, detrás de cada pibe o piba que consume hay una historia dolorosa», relata el sacerdote, de 46 años
«En La Matanza hice todo mi camino vocacional», cuenta. Cuando era chico conoció al padre Francisco Olveira, que había llegado de Málaga y adoptó la Pastoral Villera. Bachi siguió su camino. El camino que para ambos abrió Carlos Mugica, el sacerdote acribillado en 1974 cuando salía de la iglesia Francisco Solano. «La opción siempre va a ser por los pobres -sostiene Bachi-. Éste es mi lugar. Acá soy feliz.»
El infierno de la droga es siempre algo secundario. Siempre, detrás de cada pibe o piba que consume hay una historia dolorosa
«Mugica es nuestro mártir», dice José Di Paola, que atesora en su casa un pedazo del pantalón que el mítico sacerdote vestía cuando fue asesinado. El padre Pepe, conocido por su trabajo de más de una década en la villa 21 de Barracas, hace dos años que está en San Martín y ya inauguró más de cinco capillas que piensa como centros de prevención. Cuando llegó eran pocos los que lo conocían. Un mes después, Jorge Bergoglio fue elegido Papa y entonces empezó a salir en los medios su foto con el Sumo Pontífice. Así se hizo conocido como el «amigo del Papa».
Pepe vive en el medio de la villa, en una pequeña pieza arriba de una capilla nueva. Para él, las villas bonaerenses son «invisibles».
El centro de día que maneja está en la estación de José León Suárez. Ahí los chicos adictos de distintos barrios llegan a las 10, hacen talleres y trabajan con operadores terapéuticos, psicólogos y psiquiatras. Si quieren internarse en una granja van cuatro meses, para desintoxicarse y alejarse de la villa, y vuelven. «Cada regreso implica un trabajo artesanal», cuenta Pepe, que agrega: «Los mejores referentes para que un chico acepte el tratamiento son los mismos chicos que salen de la droga».
En una piecita donde apenas entran un escritorio y tres sillas de plástico, donde atiende desde las 7, opina que los candidatos a presidente que no tengan pensado cómo afrontar el problema de las drogas «es preferible que no se presenten».
«Hay varios dispositivos nuevos. Se está ayudando a los que no contábamos con la ayuda del Estado, pero evidentemente no alcanza frente al fenómeno que hay. Tiene que haber una propuesta mucho más grande, que no dependa sólo de la Sedronar sino del Estado, por una parte, y de la sociedad civil, por otra», insiste el coordinador de la Comisión Nacional de la Drogadependencia.
El padre Juan Carlos Molina, a cargo de la Sedronar, dice sobre la labor de estos curas: «Es un trabajo con ciertos riesgos, porque están en lugares riesgosos, porque molestan, porque sacan clientes y usuarios… Siempre estar del lado del más sufriente es riesgoso y te saca de las comodidades».
Tiene que haber una propuesta mucho más grande, que no dependa sólo de la Sedronar sino del Estado, por una parte, y de la sociedad civil, por otra
A algunos de estos sacerdotes la secretaría antidrogas los ayuda «para que el trabajo sea más eficiente». Quince párrocos reciben apoyo de la Sedronar en once municipios bonaerenses. La Secretaría maneja un presupuesto de 700 millones de pesos anuales para combatir las adicciones. Una parte mínima de este dinero se destina a fortalecer a las comunidades religiosas con trabajo territorial en todo el país, que practican distintos cultos.
El Hogar de María, el centro de día contra las adicciones que construyó el padre Francisco Olveira, es uno de los que recibe ayuda de la Sedronar y de la provincia.
«Lo bueno es que esta vez no fuimos nosotros a golpear, fueron el Estado provincial y el nacional los que dijeron «queremos trabajar con ustedes porque conocen el territorio». Sin esta ayuda no podríamos hacer ni una cuarta parte del trabajo», sostiene.
Francisco vive en las villas más postergadas desde hace 30 años. Primero estuvo en Puerta de Hierro, La Matanza. Ahora hace nueve años que trabaja en Isla Maciel, Avellaneda.
El antiguo convento que dirige Olveira -donde ahora funcionan escuelas, talleres y cooperativas tiene tres pinturas con dibujos de San Romero de América, del padre Enrique Angelelli y del padre Mugica. «Algunos dan todo por los pobres. Hasta la vida.»
Trabajo y despenalización
Él convoca a pibes rescatados de las drogas. Entre ellos, Fedex, un rapero. «Venite, campeón, para la visita del obispo», le dice. Esa es su lógica. Ir a buscar a los pibes. Sacarlos de las drogas.
«La propuesta es trabajar en territorio con niños, adolescentes y jóvenes, ofreciendo oportunidades para que el consumo no sea algo a lo que lleguen porque nunca tuvieron otra opción. O si llegan, que no sea lo único que hagan, que no usen drogas duras. Y, por supuesto, que haya posibilidad de curar al que se enfermó. Estoy de acuerdo con la propuesta del padre Molina de despenalizar el consumo de la marihuana, porque está claro que a lo único que lleva es a mayor represión hacia los pobres», opina.
No todos los curas están de acuerdo con la despenalización. Pepe no lo está. El rol del Estado también es visto con distintos ojos entre los sacerdotes de las villas: algunos, como Bachi y Francisco, observan una mayor ayuda y presencia del Estado. Otros creen que los recursos aún no son suficientes. Incluso la Iglesia, como institución, denuncia deficiencia del Estado en la gran mayoría del territorio.
Estoy de acuerdo con la propuesta del padre Molina de despenalizar el consumo de la marihuana, porque está claro que a lo único que lleva es a mayor represión hacia los pobres
El responsable de la Comisión Episcopal de la Pastoral Social, Monseñor Jorge Lozano, destaca: «En varios lugares el Estado acompaña económicamente algún servicio educativo, apoya actividades recreativas o culturales. En pocas ocasiones hay iniciativas conjuntas. En la extensa superficie de la Nación mayormente se percibe la ausencia o una presencia deficiente del Estado».
De los 796 asentamientos que hay en el conurbano, 143 están en San Martín, 73 hay en La Matanza y 48 se desparraman en Quilmes. En esos tres partidos trabajan los padres Pepe, Bachi y Diego.
Lozano no sabe exactamente cuántos sacerdotes trabajan en las villas bonaerenses y admite: «Es muy poco lo que logramos hacer en relación a las necesidades actuales». La Iglesia denuncia: «Hacemos oír la voz señalando la incidencia del crimen organizado y la proliferación de las mafias del narcotráfico».
El padre Jorge García , de La Cava, sabe de qué habla Lozano: «Acá tenemos un problema con las adicciones muy, pero muy fuerte». Él vivió toda su carrera en villas. Primero, ocho años en La Cava. Desde 2005 hasta 2014 en la villa San Pablo, en Talar de Pacheco, Tigre. El año pasado volvió al asentamiento de San Isidro. Ahora tiene ayuda de la Sedronar y del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
No descansa para rescatar a los chicos de la cocaína, la marihuana y los psicofármacos. El padre Jorge tiene, a una cuadra de la parroquia, un Centro de Atención y Acompañamiento Comunitario para chicos adictos.
Jorge recorre el barrio para convocar a los chicos que necesitan ayuda. «Me duele ver a los pibes sin ganas de vivir. Sin sueños», relata. «Hay pibes que se recuperan. Otros no». El cura, de 46 años, no baja los brazos para rescatarlos. «Estamos atravesados por una miseria muy profunda, que degrada el alma de los más jóvenes. Nosotros los bancamos», concluye..