lunes, noviembre 25, 2024

Ecología, Nacionales

Los ritmos de la naturaleza – El Verano

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Por Elio Brailovsky

Vivimos en una cultura que procura hacernos olvidar nuestra pertenencia a la naturaleza. Hay una intencionalidad política detrás de ese olvido, ya que lo impulsan los mismos intereses que lucran con la destrucción de nuestro ambiente.

Procuran que no seamos capaces de ver los daños que tenemos delante de los ojos. En la temporada de vacaciones, lo ideal sería el turista ciego.

En Alta Gracia (Córdoba, Argentina), el riego de las canchas de golf ha dejado sin agua a la población. En varios balnearios de la Provincia de Buenos Aires, en marea alta las olas ocultan la playa, porque la arena fue robada para construir departamentos y hoteles. En Cartagena de Indias (Colombia), un gran hotel internacional intrusó las aguas de la bahía con una edificación ilegal.

En Mazatlán (México), los hoteles all inclusive se construyeron ocupando el espacio  de la playa. Allí los turistas se bañan en las piscinas, mientras que el Océano Pacífico es sólo el marco para las puestas de sol. Nadie controla el impacto ambiental de esos hoteles que usan el mar para lavar el dinero de los narcos del cartel de Sinaloa.

¿Se dan cuenta los turistas de lo que ocurre?

Me gustaría creer que sí. Al menos, la función que tenemos los docentes es ayudar a las personas a entrenar la mirada y reconocer lo que ven.

Por eso, la insistencia en recordar los ritmos de la naturaleza.

En este caso, estamos en el solsticio de verano, que no por casualidad coincide con las festividades de Navidad y Año Nuevo. En el siglo IV, la Iglesia decidió celebrar el nacimiento de Jesús en el solsticio de invierno (del Hemisferio Norte), como metáfora de ese Nacimiento. Es en el Norte el día más corto del año, a partir del cual la luz es, semana a semana, cada vez más intensa.

Las Olas, novela, 1931

El sol no había nacido todavía. Hubiera sido imposible distinguir el mar del cielo, excepto por los mil pliegues ligeros de las ondas que le hacían semejarse a una tela arrugada. Poco a poco, a medida que una palidez se extendía por el cielo, una franja sombría separó en el horizonte al cielo del mar, y la inmensa tela gris se rayó con grandes líneas que se movían debajo de su superficie, siguiéndose una a otra persiguiéndose en un ritmo sin fin.

Al aproximarse a la orilla, cada una de ellas adquiría forma, se hinchaba y se rompía arrojando sobre la arena un delgado velo de blanca espuma. La ola se detenía para alzarse enseguida nuevamente, suspirando como una criatura dormida cuya respiración va y viene inconscientemente. Poco a poco, la franja oscura del horizonte se aclaró: se hubiera dicho un sedimento depositado en el fondo de una vieja botella, dejando al cristal su transparencia verde. En el fondo, el cielo también se hizo translúcido, cual si el sedimento blanco se hubiera desprendido o cual si el brazo de una mujer tendida debajo del horizonte hubiera alzado una lámpara, y bandas blancas, amarillas y verdes se alargaron sobre el cielo, igual que las varillas de un abanico. Enseguida la mujer alzó más alto su lámpara y el aire pareció dividirse en fibras, desprenderse de la verde superficie en una palpitación ardiente de fibras amarillas y rojas, como los resplandores humeantes de un fuego de alegría. Poco a poco las fibras se fundieron en un solo fluido, en una sola incandescencia que levantó la pesada cobertura gris del cielo transformándola en un millón de átomos de un azul tierno. La superficie del mar fue adquiriendo gradualmente transparencia y yació ondulando y despidiendo destellos hasta que las franjas oscuras desaparecieron casi totalmente. El brazo que sostenía la lámpara se alzó todavía más, lentamente, se alzó más y más alto, hasta que una inmensa llama se hizo visible: un arco de fuego ardió en el borde del horizonte, y a su alrededor el mar ya no fue sino una sola extensión de oro.

La luz golpeó sucesivamente los árboles del jardín iluminando una tras otra las hojas, que se tornaron transparentes. Un pájaro gorjeó muy alto; hubo una pausa: más abajo, otro pájaro repitió su gorjeo. El sol utilizó las paredes de la casa y se apoyó, como la punta de un abanico, sobre una persiana blanca; el dedo del sol marcó sombras azules en el arbusto junto a la ventana del dormitorio. La persiana se estremeció dulcemente. Pero todo en la casa continuó siendo vago e insustancial. Afuera, los pájaros cantaban sus vacías melodías.

(Virginia Wolf, británica: Las Olas, novela, 1931).