Una novela de Kathleen McGowan publicada por Umbriel Editores. Mientras recorre Jerusalén en busca de documentación para su próximo libro, Maureen tiene extrañas visiones en las que aparece una enigmática mujer. Es sólo una de las señales que la empujan a averiguar el misterio de Maria Magdalena y a comprender su verdadero papel en la historia. Maureen viaja hasta Occitania, la tierra donde sigue vivo el legado de los cataros, y allí descubre que María fue esposa de Jesús y fundadora de una dinastía sagrada que llega hasta nuestros días. La verdad está escrita de su puño y letra en el único evangelio auténtico… un documento oculto desde hace siglos y que sólo otra mujer, la esperada, puede sacar a la luz.
Prólogo
Sur de la Galia, año 72
No le quedaba mucho tiempo. La anciana se ciñó el chal alrededor de los hombros. Este año el otoño había llegado con antelación a las montañas rojas, y estaba helada hasta los huesos. Flexionó los dedos poco a poco, sin forzarlos, con la esperanza de que las articulaciones artríticas se desentumecieran. Sus manos no debían fallarle ahora, cuando tanto estaba en juego. Tenía que acabar de escribir esta noche. Tamar no tardaría en llegar con las jarras, y todo debía estar preparado. Se permitió exhalar un largo y tembloroso suspiro. Hace mucho tiempo que estoy cansada. Muchísimo tiempo.Sabía que esta postrera tarea sería la última que acometería en la tierra. Los últimos días, concentrados en los recuerdos, habían vaciado de vida su cuerpo marchito. Le pesaban sus viejos huesos, con la pena y el cansancio indecibles que acosan a quienes sobreviven a sus seres queridos. Dios la había puesto a prueba muchas veces, sin piedad ni compasión.
Tan sólo Tamar, su única hija y último vástago, vivía con ella. Tamar era su bendición, el destello de luz en las horas más oscuras, cuando recuerdos más aterradores que las pesadillas se niegan a ser
domeñados. Su hija era ahora la única otra superviviente del Gran Momento, aunque sólo era una niña cuando todos habían asumido su papel en la historia viviente. De todos modos, la consolaba saber que quedaba alguien que recordaba y comprendía.
Los demás habían desaparecido. La mayoría estaban muertos, martirizados por hombres y métodos demasiado brutales para soportarlos. Tal vez todavía seguían con vida algunos, diseminados a lo largo y ancho del gran mapa de la tierra de Dios. Nunca lo sabría. Habían transcurrido muchos años desde que recibiera noticias de los otros, pero, en cualquier caso, había rezado por ellos desde el alba hasta el ocaso, en aquellos días en que los recuerdos eran más acuciantes. Deseaba con toda su alma y su corazón que hubieran encontrado la paz, sin padecer la agonía de muchos millares de noches de insomnio.
Sí, Tamar era su único refugio en aquellos años crepusculares. La niña era demasiado pequeña para recordar todos los detalles horrorosos del Tiempo de la Oscuridad, pero lo bastante mayor para rememorar la belleza y la gracia de aquellos elegidos por Dios para seguir su santo sendero. Al dedicar su vida al recuerdo de los elegidos, Tamar se había decantado por un camino de servicio y amor. La singular dedicación de la muchacha al consuelo de su madre en las postrimerías de su tránsito por este mundo había sido extraordinaria.
Abandonar a mi amada hija es la única dificultad que me resta por afrontar. Incluso ahora, cuando la muerte es inminente, no puedo soportarla. Y sin embargo…
Se asomó a la entrada de la caverna que había constituido su hogar desde hacía casi cuatro décadas. El cielo estaba despejado cuando alzó su cara arrugada y contempló la belleza de las estrellas. Nunca dejaría de maravillarla la creación de Dios. En algún lugar, más allá de aquellos astros, las almas que más amaba en el mundo la esperaban. Las podía sentir en aquel mismo momento, más cerca que nunca. Podía sentirle a Él.
—Así sea —susurró al cielo nocturno. Girándose lentamente la anciana regresó al interior de la cueva. Respiró hondo, estudió el tosco pergamino y forzó la vista bajo la luz tenue y humeante de una lámpara de aceite. Tomó el calamo y continuó escribiendo con trazos esmerados. … Tantos años han pasado, y no me resulta más fácil escribir sobre Judas Iscariote que en aquellos días oscuros. No porque albergue ningún resentimiento contra él, sino por todo lo contrario. Contaré la historia de Judas, y confío hacerlo con equidad. Era un hombre intransigente en sus principios, y quienes nos siguen han de saber esto: no los traicionó (o nos traicionó) por una bolsa de monedas. La verdad es que Judas era el más leal de los doce. Durante estos años transcurridos he tenido muchos motivos para sumirme en el dolor, pero creo que sólo a Uno lloro más que a Judas.
Muchos querrían que escribiera sobre Judas con agrias palabras, para condenarlo por traidor, por estar ciego a la verdad. Pero no puedo escribir nada de eso porque serían mentiras antes de que mi cálamotocara la página. Bastantes mentiras se escribirán sobre nuestros tiempos, Dios me lo ha revelado. Yo no escribiré más Pues ¿cuál es mi propósito, sino contar toda la verdad de lo acaecido entonces?
EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA – EL LIBRO DE LOS DISCÍPULOS
Marsella
Septiembre de 1997
Marsella era un buen lugar para morir, y lo había sido durante siglos. El legendario puerto mediterráneo conservaba su reputación de guarida de piratas, contrabandistas y asesinos, una fama disfrutada desde que los romanos arrebataron la ciudad a los griegos en tiempos antes de Cristo.
A finales del siglo XX, los esfuerzos del Gobierno francés por limpiar de delincuentes la ciudad habían conseguido por fin que fuera posible tomar una bullabesa sin temor a ser asaltado. De todos modos, el crimen no impresionaba a los marselleses. El asesinato estaba arraigado en su historia y en su genética. Los curtidos pescadores ni siquiera pestañeaban cuando sus redes atrapaban algo muy poco adecuado para preparar su famosa sopa.
Roger-Bernard Gélis no era nativo de Marsella. Había nacido y crecido en las estribaciones de los Pirineos, en una comunidad que existía orgullosamente como un anacronismo viviente. El siglo XX no había hecho mella en su cultura, tan antigua que veneraba el poder del amor y la paz por encima de todos los demás asuntos terrenales.
Aun así, era un hombre de edad madura a quien las cosas mundanas no le resultaban extrañas. Al fin y al cabo, era el líder de su pueblo, y si bien la comunidad gozaba de una profunda paz espiritual, no dejaba de tener enemigos.
A Roger-Bernard le gustaba decir que la luz más poderosa atrae la oscuridad más impenetrable.
Era alto y fornido, una figura imponente para los forasteros. Quienes desconocían el talante bondadoso de Gélis podían confundirle con alguien temible. Con el paso del tiempo se impuso la teoría de que sus atacantes no le eran desconocidos .
Tendría que haberlo imaginado, tendría que haber dado por sentado que no le dejarían portar un objeto de un valor tan incalculable con absoluta libertad. ¿Acaso no habían muerto casi un millón de sus antepasados por salvaguardar este precioso tesoro? Pero le dispararon por la espalda y el proyectil perforó su cráneo antes incluso de que Gélis sospechara que el enemigo lo rondaba.
El examen forense de la bala no sirvió de nada a la policía, pues el ataque de los asesinos concluyó con la desaparición de una parte crucial de la anatomía del muerto. Tenían que ser varios, pues la estatura y peso de la víctima requirió el concurso de unos cuantos hombres para hacerle lo que le hicieron a continuación.
Roger-Bernard tuvo la suerte de estar muerto antes de que empezara el ritual. Se ahorró el regocijo de sus asesinos cuando pusieron manos a su espantosa obra. El jefe de los sicarios entonó su antiguo
mantra de odio mientras ejecutaba su cometido. —Neca eos omnes. Neca eos omnes…
Separar una cabeza humana del tronco es una tarea complicada y difícil. Exige fuerza, determinación y un instrumento muy afilado. Los asesinos de Roger-Bernard contaban con todos estos elementos, y los utilizaron con la máxima eficacia.
El cadáver había pasado mucho tiempo en el mar, maltratado por las olas y mordisqueado por los hambrientos habitantes de las profundidades. El lamentable estado del cuerpo desalentó tanto a los policías, que concedieron escasa importancia al dedo que le faltaba en una mano. Una autopsia, enterrada después por la burocracia (y tal vez por algo más), se limitó a constatar que le habían seccionado el dedo índice de la mano derecha.
Jerusalén
Septiembre de 1997
La Ciudad Vieja de Jerusalén bullía de actividad frenética, como todos los viernes por la tarde. La historia impregnaba el aire sagrado y enrarecido, mientras los fieles se dirigían a los templos para preparar el sabbat. Los cristianos paseaban por la Vía Dolorosa, una serie de tortuosas calles adoquinadas que señalaban el camino de la crucifixión. Fue aquí donde un magullado y ensangrentado Jesucristo, cargando una enorme cruz, se encaminó hacia su destino divino en lo alto del Gólgota.
Aquella tarde de otoño, la escritora norteamericana Maureen Paschal no se diferenciaba en nada de los demás peregrinos que habían arribado desde todos los confines de la tierra. La embriagadora brisa de septiembre combinaba el aroma de shwarma con la fragancia de los aceites exóticos que llegaba desde los antiguos mercados. Maureen flotaba inmersa en la sobrecarga sensorial característica de Israel, aferrando una guía comprada por Internet a una organización cristiana. La guía detallaba el Vía Crucis, junto con planos y direcciones de las catorce estaciones del camino de Cristo.
—¿Quiere un rosario, señora? Madera del Monte de los Olivos.
—¿Quiere una visita guiada, señora? Nunca se perderá. Yo le enseño todo.
Como la mayoría de mujeres occidentales, se vio obligada a rechazar el acoso de los vendedores callejeros de Jerusalén. Algunos eran inasequibles al desaliento en su esfuerzo por ofrecer mercancías o servicios. Otros sólo se sentían atraídos por la menuda mujer de pelo rojo y tez blanca, una combinación única y exótica en esta parte del mundo. Maureen rechazaba a sus perseguidores con un educado pero firme «No, gracias». Luego interrumpía el contacto visual y se alejaba. Su primo Peter, un experto en estudios sobre Oriente Próximo, la había aleccionado sobre la cultura de la Ciudad Vieja. Maureen era muy meticulosa, incluso en los detalles más ínfimos de su trabajo,
y había estudiado con detenimiento la cultura siempre en evolución de Jerusalén. Hasta el momento, el esfuerzo había valido la pena, y era capaz de mantener a raya las distracciones con el fin de concentrarse en su investigación. Anotaba detalles y observaciones en su libreta Moleskine.
Se quedó conmovida al borde del llanto por la intensidad y belleza de la capilla franciscana de la Flagelación, de ochocientos años de antigüedad, construida en el mismo sitio donde Jesús había recibido los azotes. Fue una reacción emocional inesperada, porque Maureen no había ido a Jerusalén como peregrina, sino para investigar, pues necesitaba documentarse para plasmar un escenario histórico verosímil en su próxima obra. Mientras Maureen procuraba comprender
mejor los acontecimientos del Viernes Santo, abordaba esta investigación más con la cabeza que con el corazón. Visitó el convento de las Hermanas de Sión, antes de desplazarse hasta la cercana capilla de la Condenación, el legendario lugar donde Jesús había recibido la cruz después de que Poncio Pilatos aprobara la sentencia de muerte por crucifixión. Una vez más, el inesperado nudo que sintió en la garganta vino acompañado por una abrumadora sensación de dolor mientras recorría el edificio. Esculturas en bajorrelieve de tamaño natural ilustraban los acontecimientos de una terrible mañana de dos mil años atrás. Maureen se detuvo, fascinada, junto a una gráfica escena de evocadora humanidad: un discípulo que intentaba detener a María, la madre de Jesús, para que no viera a su hijo cargando la cruz. Las lágrimas se agolparon en sus ojos mientras contemplaba la imagen. Era la primera vez en su vida que pensaba en aquellas figuras históricas como gente real, seres humanos de carne y hueso presos de una angustia casi inimaginable. Maureen se sintió momentáneamente mareada, y tuvo que apoyar una mano contra las frías piedras de la pared para no caer. Se vio obligada a concentrarse de nuevo para tomar más notas sobre las imágenes y las esculturas. Continuó su camino, pero las laberínticas calles de la Ciudad Vieja eran engañosas, incluso con un buen plano. Los puntos de referencia eran antiguos con frecuencia, y acusaban el paso del tiempo, y quienes no conocían bien su emplazamiento solían pasarlos por alto. Maureen maldijo en silencio cuando comprendió que había vuelto a perderse. Se detuvo al abrigo de la entrada de una tienda para resguar- darse de la luz del sol directa. La intensidad del calor, pese a la leve brisa, desmentía lo avanzado de la estación. Protegió la guía del resplandor y paseó la vista a su alrededor, con la intención de orientarse.
—La octava estación de la cruz. Tiene que estar por aquí —murmuró en voz baja. El lugar interesaba en especial a Maureen, pues su obra se centraba en el papel de las mujeres en esta historia. Consultó la guía y leyó un pasaje de los Evangelios relacionado con la octava estación.
«Un gran número de gente le seguía, incluyendo mujeres que gemían y lloraban por él. Jesús dijo: “No lloréis por mí, hijas de Jerusalén. Llorad por vosotras y por vuestros hijos”.»
Un golpe seco en el vidrio de la puerta que tenía detrás la sobresaltó. Alzó la vista, imaginando que vería el rostro de su propietario, airado porque bloqueaba la entrada al comercio, pero el rostro que la miraba sonreía. Un palestino de edad madura, vestido de manera inmaculada, abrió la puerta de una tienda de antigüedades e invitó a Maureen a pasar con un ademán. Cuando habló, lo hizo en un hermoso inglés, pese al acento.
—Entre, por favor. Bienvenida, me llamo Mahmoud. ¿Se ha perdido? Maureen agitó la guía sin convicción.
—Busco la octava estación. El plano dice…Mahmoud desechó la guía con una carcajada.
—Sí, sí. La octava estación. Jesús consuela a las mujeres de Jerusalén. Está a la vuelta de la esquina —indicó—. Una cruz sobre la pared de piedra la señala, pero hay que mirar con mucha atención. Mahmoud observó a Maureen con detenimiento antes de continuar.
—Pasa lo mismo con todo en Jerusalén. Hay que mirar con mucha atención para reconocer las cosas. Maureen observaba sus gestos, satisfecha de comprender sus indicaciones. Sonrió, le dio las gracias y se dispuso a marchar, pero se detuvo al ver algo en una estantería cercana. La tienda de Mahmoud era uno de los establecimientos mejor surtidos de Jerusalén, y vendía antigüedades auténticas: lámparas de aceite de los tiempos de Cristo, monedas con la efigie de Poncio Pilatos. Un exquisito destello colorido que atravesaba el vidrio de un escaparate atrajo a Maureen.
—Son joyas hechas de fragmentos de cristal romano —explicó Mahmoud, cuando Maureen se acercó al estante donde se exhibían joyas de oro y plata con cristales engastados.
—Son bellísimas —observó Maureen, al tiempo que admiraba un pendiente de plata. Prismas de colores bailaron en la tienda cuando alzó la joya a la luz, iluminando su imaginación de escritora.
—Me pregunto qué historia podrían contarnos los cristales.
—¿Quién sabe lo que fueron en otro tiempo estos cristales?
—Mahmoud se encogió de hombros—. ¿Eran parte de un frasco de perfume? ¿De un tarro de especias? ¿De un jarrón para colocar rosas o lirios?
—Es asombroso pensar que hace dos mil años formaban parte de un objeto cotidiano de una casa cualquiera. Fascinante. Maureen dedicó a la tienda y a su contenido una inspección más detenida, y se quedó impresionada por la calidad de los objetos y la belleza del muestrario. Extendió la mano para pasar el dedo con delicadeza sobre una lámpara de aceite de cerámica.
—¿De veras tiene dos mil años de antigüedad?
—Por supuesto. Algunos de mis objetos son todavía más antiguos. Maureen meneó la cabeza.
—¿Este tipo de antigüedades no deberían estar en un museo? Mahmoud lanzó una estentórea y entusiasta carcajada.
—Querida mía, todo Jerusalén es un museo. No puede excavar en su jardín sin desenterrar algo de suma antigüedad. La mayoría de los objetos más valiosos van a parar a colecciones importantes. Pero no todos. Maureen se acercó a una vitrina llena de joyas antiguas de cobre, batido y oxidado.