Mis primeros meses de vida los pasé en una quinta, en la zona de quintas que por aquél entonces se extendía en un gran sector de la ciudad.
Las comodidades de las casa-quintas de esos años no eran lo que son hoy. Al poco tiempo, nos mudamos a la ciudad propiamente dicha.
No tengo recuerdos de esos meses, es imposible tenerlos, era un bebé, pero gracias a quien sea (Dios, la suerte, la casualidad o la causalidad) me quedaron de ese tiempo unos abuelos postizos a los que quise como propios los años que transcurrieron desde mi nacimiento hasta su mudanza a la ciudad de Buenos Aires.
Elena y Domingo. Esos eran sus nombres. Ella, una criolla con alguna ascendencia española, pequeña y ágil, que no podía permanecer mucho tiempo quieta. Él, un “tano” venido de Nápoles que rascaba la guitarra bajo el parral los días de verano.
Ambos se complementaban. Seguían un guion al parecer no escrito en ningún lado. Tenían una especie de ritmo y en base a éste vivían sus vidas.
Cumplía cada uno su tarea: él cuidaba el huerto y vendía flores y verduras a clientes fieles que se llevaban, además de los productos de la tierra, una sonrisa en los labios tras la larga charla que mantenían con “Don Domingo”, apoyado en una azada, o “Doña Elena”, que pasaba por allí en su camino al corral de los animales: una cerda bastante arisca, gallinas y patos que esperaban con ansiedad su comida.
Plácidas tardes de verano tomando agua fresca de la bomba, los chicos, y vino enfriado con esa misma agua en un balde, los adultos, pasábamos bajo los frutales mientras el Abuelo Domingo nos hacía reír con sus canzonetas napolitanas: era muy desafinado y lo sabía. La Abuela Elena, entretanto, preparaba la comida en la cocina a leña a la que se negaba rotundamente a cambiar por una de gas.
Las carreras entre los naranjos y limonero, las zambullidas en el tanque de agua, los juegos de escondidas que duraban eternamente dado lo amplio del terreno y los cercos que formaban plantas de todo tipo y altura hacían pasar del sol a la sombra y del aroma de pino al del romero.
Durante las noches, fuera de la casa, sapos, grillos y cigarras cerraban con un gran concierto la calurosa jornada.
El tiempo pasó (o como dijo Boaz, un personaje de Oz: las personas pasan, el tiempo permanece), pero no pudo, ni siquiera un momento, borrar de mi memoria y de mi espíritu ese sentimiento de holgada alegría, de profunda felicidad. Felicidad que no se puede comprar, felicidad que se regala y se agradece.
Recuerdos como éstos son los que me hacen cuestionar qué es ser verdaderamente sabio. ¿Es sólo tener un intelecto privilegiado?
Don Domingo y Doña Elena eran sabios, lo afirmo sin miedo ni dudas. Ellos supieron disfrutar y compartir su sabiduría, esa que les permitía realizar el trabajo de la tierra, cuidarla, compartir sus frutos y la alegría que su vida tranquila les brindaba.